Sin salir de tu casa, puedes conocer la naturaleza del mundo.
Sin mirar por la ventana, puedes conocer el Camino del Cielo.
Cuanto más lejos vas, menos conoces.
Así, el Sabio conoce sin viajar.
Ve sin mirar.
Y logra sin Hacer.
Tao Te King, § 47
Las y los filósofos somos, sin duda, aventureros. Pero ¿por qué caminos ha de transcurrir nuestra aventura? Cuentan los chismes filosóficos que Heidegger mandó una carta a su admirado colega Ernst Jünger con el antes citado pasaje del Tao Te King cuando éste le contó de sus planes de embarcarse lejos de Europa en busca de jardines salvajes más allá del control de la modernidad. Jünger, al parecer, hizo caso omiso y partió en su viaje. En este episodio podemos ver dos tendencias: una que toma la filosofía como una aventura del pensar que se consuma en el fuero interno y otra que cree necesario viajar para abrirse a nuevos horizontes. En el extremo de la primera tendencia podemos imaginar a Boecio, preso en un calabozo pero libre de viajar por los caminos del pensar. En el otro extremo podemos imaginar al filósofo errante, Nietzsche, buscando un clima favorable a sus dolencias mientras sondeaba las señas del nihilismo europeo.
Hay una dicotomía parecida en el pensar japonés moderno. Nishida es considerado el primer gran filósofo japonés en crear una propuesta única a partir de la tradición del pensar japonés, concretamente del budismo zen, y su confrontación con los pensadores occidentales. Pero Nishida sólo abandonó las costas de Japón con el pensamiento, confrontando a la filosofía occidental a través de los libros. Fueron sus primeros alumnos quienes se aventuraron, como Zaratustra, a dejar su patria e ir al encuentro del pensar europeo en su fuente. En este caso, quiero llamar la atención sobre la experiencia del viaje de Watsuji Tetsuro.
En 1927 Watsuji se embarcó camino a Europa para ver ese mundo que estaba detrás de los libros que desde adolescente había devorado. Pero el viaje trajo más de lo que esperaba. De camino a Europa tuvo que pasar por China, por India y por medio oriente, confrontándose con las formas tan distintas de estos pueblos de vivir y desenvolverse en su mundo. Todos comían, todos hacían su morada pero todos de una forma peculiar, en un eterno diálogo con su medio ambiente particular. Su viaje lo llevó hasta las primeras clases de Heidegger en Friburgo y a confrontarse con su famosa obra Ser y tiempo. Pero, después de tanto viaje, Watsuji no entendía por qué Heidegger, un filósofo que quería conocer sin viajar, no tomaba en cuenta al espacio como una determinación de la existencia tan importante como el tiempo. En el tiempo nos desplegamos, cambiamos; pero es en el espacio donde nos encontramos con las y los otros y con lo otro de nosotros como los demás animales, las plantas, las montañas, los ríos y los dioses. Watsuji pensó que era esta falta de reconocimiento de la espacialidad lo que daba al pensar de Heidegger un dejo egoísta.
Y, como hemos visto, la comprensión de nuestro ser-en-el-espacio parece estar condicionada por la experiencia del viaje “[…A]l terminar el viaje y regresar a mi país, sentí hondamente que el Japón es tan raro y singular como los desiertos de Arabia, algo totalmente único en el mundo”. Sólo a través del viaje reconocemos lo peculiar de nuestra forma de estar en el mundo. Sólo así reconocemos que somos un mundo entre muchos mundos y cómo esa peculiaridad es nuestra forma única de dialogar con nuestro medio.
Como decía Marx, a todos nos da hambre pero a unos se les antoja filete, a otros pescado y a otros arroz. A mí, en lo personal, se me antojan tacos y ese taco es el índice de toda una forma de estar en el mundo con el culto al maíz, las influencias árabes del trompo de pastor, el cilantro, la cebolla y la piña, dones de la siembra en chinampa, el boing de guayaba de la cooperativa pascual, el plato de plástico de importación china y todo para comer de pie en la banqueta con los parroquianos de la taquería, cobijado por las templadas noches tropicales. En otras palabras, en un taco está toda la forma de estar en el mundo propia de los pueblos del valle de México, pero ésta es sólo una forma entre otras. Y esto sólo lo vemos cuando comemos naan o arepas o kebab. Todos son deliciosos, todos son tan parecidos y a la vez tan únicos, cada uno es el reflejo de un mundo que, a la vez es parte del mismo mundo.
En fin, si algo aportan los viajes al pensar es que nos ayudan a reconocer nuestra singularidad en un mundo plural. En términos de Foucault, viajar nos ayuda a encontrarnos pero también a perdernos, a dar un paso atrás frente a todo lo que nos es cotidiano y verlo, por un segundo, con los ojos del viajero, o sea, como algo raro, único, singular. Lo mismo pero diferente.