Asoma ya el otoño y, en el imaginario estético japonés, emerge la gran luna. Hay otros signos otoñales -como la brama del ciervo, las hojas de arce, las hierbas marchitas o el rocío-, pero en la sucesiva “trinidad de belleza” -nieve, luna, flores-, ninguno tan intenso como la luna. No es la primaveral, velada por la niebla; ni la que se adivina, pálida, bajo la lluvia; es la que brilla en todo su esplendor, “tierna, impecablemente inmaculada”, evocada también por una bella canción española del siglo XVI: “¡Ay, luna, que reluzes, / toda la noche m’alumbres!”. Virgilio imagina el avance de las naves argivas amparadas por su silencioso fulgor, y Borges recuerda -junto a la mariposa de Chuang-Tzu y las arenas del Ganges- “la luna que miraban los caldeos”. En los jisei no ku -poemas del “adiós”-, la luna simboliza la vida entera: última imagen, dos años más, de un mundo pasajero; despedida cortés; gratitud por su contemplación antes de regresar a casa con la propia sombra; fulgor que se refleja en el espejo del corazón ya limpio…
Pasión y sutileza. En el “Genji monogatari”, el príncipe resplandeciente seduce a la Dama de la Noche de la Luna brumosa, y en el diario de su autora, Murasaki Shikibu, se relata el episodio en que dos jóvenes cortesanos juegan a mantener prisionera a Murasaki en su habitación, mientras fuera la luna se refleja en las orillas cubiertas de musgo de un riachuelo que recorre el jardín imperial… En su “Libro de la almohada”, la deliciosa y perspicaz Sei Shônagon cita, entre las cosas que le dan placer, cruzar un río una noche de luna llena y ver brillar los guijarros en el fondo… Bashô, eterno viajero, se deja guiar por el viento de otoño, se obsesiona con las lunas del monte Obasuté y de la isla Sarashima, y pasa la noche entera rodeando el lago de la contemplación. Desde su sensibilidad femenina, Chiyo-ni compara las flores blancas de yûgao, la “flor de luna”, con su piel de mujer al desnudarse (Yûgao da nombre a una de las amantes secretas del príncipe Genji). Issa sorprende al niño que, sollozando, pide imperiosamente la luna llena… Y cuando alguien pregunta por el camino de la poesía, un maestro responde: “La luna creciente sobre las altas hierbas de un páramo seco”.
Lunas y más lunas: concentrando la energía de la meditación más poderosa, consolando a los solitarios, jugando al escondite, enamorándose de las flores, tomando el fresco sobre un puente… Luna que marcha a grandes pasos y luna solitaria sobre campos nevados. Su brillo y su frescor en la red goteante y en la campanilla que se mece al viento… La secreta energía de la fugacidad. Un escritor del siglo XVII, Asai Ryoi, describe así los matices del “mundo flotante” (ukiyo), tan cercano al sentimiento del aware: “Vivir sólo para este momento; concentrar toda la atención en la belleza de la luna, de la nieve, de los cerezos en flor y de las hojas de arce; cantar canciones, beber sake, abandonarse simplemente al placer, fluyendo, fluyendo; no preocuparse en lo más mínimo por la pobreza inminente, ahuyentar todas las tribulaciones, comportarse como la calabaza en la corriente del río…”
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