¡Hombre libre, siempre adorarás el mar!
El mar es tu espejo; contemplas tu alma
En el desarrollo infinito de su oleaje,
Y tu espíritu no es un abismo menos amargo.
Baudelaire, Las flores del mal
El ancho mar le ofrece al infinito cielo su espejo. Lo mismo hace con el alma. “Limites al alma no podrás hallarle, aún cuando recorras todos los caminos” decía Heráclito. Algo comparten el cielo y el alma que se espejea en el mar.
Como Baudelaire señala, tanto el alma como el mar están en un constante vaivén. Día y noche las olas colisionan con la línea costera y regresan sobre sí para volver a lanzarse. Igualmente la conciencia se lanza al mundo y se devuelve reflexivamente sobre sí. Quien ha contemplado un rato el oleaje ha notado que a pesar de que este movimiento es infinito, cada ola es diferente. Unas apenas alcanzan la costa, otras son altas y rompen sobre sí mismas, otras parecen pequeñas pero logran alcanzar a mojar nuestros pies y hasta nuestras cosas que descansan en la arena. Las líneas en la playa son el libro donde se narran estos acontecimientos oceánicos, donde las más poderosas olas graban su nombre en sombras sobre la roca. Igual cada pensamiento, cada experiencia, cada volición, cada recuerdo son acontecimientos únicos, aunque sean todos expresiones del mismo fondo.
Además, así como en el océano, hay algo en el alma que se resiste a los límites. Es conmovedor dejar nuestra mirada perderse en el horizonte azul del mar y no ver frontera alguna. Lo mismo hacia abajo. El infinito movimiento del mar emerge de un fondo oscuro y profundo, un fondo insondable donde hacen su morada los seres más fantásticos. No hay que ser psicoanalista para reconocer en el alma también un fondo insondable habitado por monstruos más terribles que el leviatán.
Esta profunda conexión entre el mar y el alma está presente en la tradición budista. En su artículo “El despertar del sí mismo en el Buddhismo” Nishitani recuerda un pasaje de la vida de Buda. Cuentan que él le dijo a sus discípulos que así como todos los ríos de la India tienen su propio nombre pero, al desembocar en el océano, todos pasan a llamarse “el gran océano”; así todos los seguidores de la enseñanza budista pueden venir de distintas castas, contextos e identidades, pero el camino de la práctica los lleva a desembocar también al gran océano más allá de todos los nombres. A partir de esta historia algunas sectas adoptaron la práctica de cambiar el nombre de los jóvenes practicantes que ingresaban a los templos por el de “gran océano”.
Todos somos olas del mismo mar, ríos que desembocan en el mismo océano. Cada acto, cada poema, cada recuerdo, cada pensamiento, cada deseo emerge desde el mismo abismo. Esta analogía dice mucho sobre la interesante relación que el budismo sostiene entre mismidad absoluta e identidad singular. Cada acto singular es un acontecimiento único pero que emerge desde el mismo fondo que, a su vez, no es más que sus manifestaciones singulares. No porque todos los ríos desemboquen al mismo océano dejan de ser ríos pero tampoco dejan de ser el mismo océano. Así cada acto que hacemos, y cada yo que lo acompaña, es en tanto que emerge de un mismo fondo que, a su vez, sólo halla su expresión en cada acontecimiento singular. No en vano decía Heráclito “Habiendo escuchado, no a mí, sino al logos, sabio es convenir que todo es uno”.