Archivo de la categoría: Los sentidos y la nada: Reflexiones en torno a la estética japonesa desde la perspectiva de la negatividad y el cuerpo (Jeancarlos Kevin Guzmán Paredes)

La contemplación estética y la muerte

En nuestra entrega anterior hemos hablado un poco acerca del aware y el mujôkan. En particular es importante recordar la importancia de ese sentimiento de la impermanencia de las cosas. Pensar en la impermanencia del mundo (mujôkan, 無常感) es ponernos directamente en una posición afectiva y reflexiva frente al mundo y a la vida. No se trata, solamente del hecho de que el mundo fenoménico es inescencial y transitorio, sino que cuando el ser humano se abre a ese hecho, se pone en una particular apertura emocional ante el mundo que lo rodea. En occidente la consciencia de nuestra finitud muchas veces llevaba consigo el sentimiento de angustia. Heidegger decía que esa angustia (o luego el aburrimiento) eran las tonalidades afectivas que ponían al ser humano (Dasein) ante el ser y su interrogación. Podemos interpretar eso como la interpelación de la negatividad al ser humano, y cómo ese ser humano reacciona con emociones que (al menos de primera intención) buscan huir o negar esa negatividad. Podríamos decir que el mujôkan es también una tonalidad afectiva que nos pone frente al ser, pero es una tonalidad diferente a la angustia. De la misma manera, el ser de las cosas nos interpela desde la consciencia de la fugacidad de todo cuanto nos rodea, nos pone ante los entes, nos cuestiona por los sentidos que pueden tener cada uno de ellos, y aún así, la respuesta es serena y conmovida.

En el pensamiento budista, se busca activamente neutralizar la ilusión del ego. El yo, no es algo substancial, no es algo que tenga una existencia absoluta o fundamental, es un aparecer de formas e imágenes cuya esencia es siempre, en última instancia, el vacío (mu, 無). El caer de las flores de cerezo, el desvanecimiento del rocío en la mañana, lo efímero de ruido en el agua del estanque al que acaba de saltar la rana; todas esas escenas suponen la misma realidad que el yo que las experimenta. Lo efímero de cada una de esas cosas nos vincula con lo efímero de nuestra propia vida y consciencia, y con lo efímero de las montañas, los bosques, el cielo y la tierra. Robert Wicks diría que lo único constante es un ahora, este instante, frente al que todo es contingente, y naturalmente ese ahora es efímero (2005: 94)[1]. La consciencia, el yo, es el flujo de imágenes, de posibilidades de actos, es como un río cuya realidad no está en otro lado que en el fluir mismo. En el budismo, se cree en la reencarnación, se cree que renacemos tras la muerte, y lo hacemos indefinidamente a menos que logremos la iluminación, el satori (悟り), que podríamos decir que es la plena consciencia de la insustancialidad del mundo y de nosotros mismos. Curiosamente ese “yo” que renace no es la consciencia con su continuidad (como identificaban a la persona filósofos como Locke, Hume, Parfit, etc.), es una entidad que es sufrimiento mientras no reconozca su inesencialidad. De esta manera, no hay razón para aferrarnos a esta existencia, a esta consciencia ni a este momento. No hay razón para tratar de buscar “algo” que permanece en el cambio, ya que lo constante es el fluir. Así mismo la muerte misma se nos aparece como la desaparición de ese “yo” que más que conservar, debo buscar disolver.

El maestro Soyen Shaku nos dice:

… nosotros los budistas creemos que los hombres aparecen en esta tierra una y otra vez y no descansarán hasta que se haya alcanzado el fin, esto es, hasta que hayan alcanzado su ideal de vida; porque las vidas siguen prevaleciendo. Es una característica peculiar de nuestra fe que apela poderosamente a la imaginación japonesa, que la vida del hombre no está limitada solo a esta existencia, y que, si él piensa, siente y actúa con verdad, nobleza, virtud y desinterés, vivirá para siempre en esos pensamientos, sentimientos y obras… (Soyen Shaku 1907: 1)[2]

Lo que sobrevive a ese hombre, no es su yo, ni su consciencia, ni su perspectiva sobre las cosas. Los pensamientos, sentimientos y obras sobreviven como sobrevive un poema, como una experiencia que se manifiesta y se recrea cada vez que alguien piensa en ella. La “verdad” de ese hombre, no es para “él”, ni para “su” salvación, sino que es algo que se entrega al mundo, que se manifiesta, aunque su protagonista no exista más.

El mujôkan es esa apertura al mundo desde la perspectiva de la contingencia de todo, empezando con la del propio yo. Desde esta perspectiva, la muerte siempre está presente, no como la destrucción o desaparición del algo precioso, sino como el desatarse de un ramo de pensamientos, sentimientos y obras que se vierten en el cosmos, integrándose en él. La belleza de la flor de cerezo que cae no es solamente análoga a, por ejemplo, la belleza del samurai que muere luego de haber llevado su deber hasta el final; ambas situaciones son iguales en naturaleza, en ambas el ser se ha entregado plenamente al mundo, ha suscitado aware, y se ha disuelto en el inexorable paso del tiempo. Cada emoción, pensamiento, u obra humana es parte de la naturaleza, está integrada en ella y en su fluir. Contemplar estas cosas (mono, 物), con la perspectiva del mujôkan, no solo nos lleva a una reflexión, sino que nos dispone afectivamente de una manera concreta y nos abre a que esa contemplación sea una experiencia estética. En esa dimensión, el aware (哀れ) adquiere toda su profundidad.

[1] WICKS, Robert. 2005. “The Idealization of Contingency in Traditional Japanese Aesthetics”. En: The Journal of Aesthetic Education, Vol. 39, No. 3 (Autumn, 2005), pp. 88-101. Recuperado de: http://www.jstor.org/stable/3527434, el 19-12-2016.

[2] SOYEN, Shaku. 1907. “The buddhist conception of death”. En: The monist, Vol. 17, No. 1 (January, 1907), pp. 1-5.

 

Jeancarlos K. Guzmán Paredes
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«Mono no aware», impermanencia y las flores de «sakura»

Empecé a interesarme por Japón cuando de manera fortuita terminé en un curso sobre literatura e historia japonesa en mis primeros años de universidad. Introducirme en una cultura tan diferente, con una historia tan particular y una sensibilidad tan novedosa para mí, exigió de mi parte un enorme esfuerzo. Ese esfuerzo no ha cesado, y ha venido acompañando de un enorme placer y satisfacción que aparecen en cada lectura o investigación. Recuerdo cómo el profesor explicaba con genuino entusiasmo la literatura de la época Heian (794-1185), los concursos de poesía cortesana (uta awase, 歌合せ), la literatura escrita por mujeres, y un concepto que me resultaba fascinante: el mono no aware (物の哀れ).

La primera explicación que oí sobre este concepto lo definía como “la tristeza por las cosas”. El Mono no aware se me presentó como una particular tristeza melancólica que nos embarga cuando nos topamos con la naturaleza perecible de las distintas cosas del mundo. Una sensación que aún así nos permitía disfrutar y potenciar el placer estético de lo apreciado. El ejemplo más claro y conocido lo tenemos en la contemplación de las flores de cerezo. Los árboles de sakura (桜) son la estampa más representativa de la primavera japonesa, florecen al inicio de la estación, están pocas semanas en la plenitud de su belleza y caen del árbol antes de marchitarse. Contemplar el cerezo en flor es disfrutar de su belleza sencilla y delicada, pero también es reflexionar sobre lo efímero de esa flor que apenas está en su plenitud por pocos días, es conmoverse por lo frágil que es a los cambios de temperatura o al viento, es sentir la precariedad de esa belleza. Contemplar las flores de cerezo no es solo contemplar lo presente, es anticipar la ausencia, es sentir y vivir esa precariedad y abrirle el corazón.

En lecturas posteriores buscando profundizar en ese término fui notando que “mono no aware” es un término muy rico, complejo y que tiene una larga historia de sentidos e interpretaciones. En japonés, el término mono (物) significa “cosa(s)” y hace referencia “al vasto mundo material, incluyendo todas las cosas existentes y vivas, visibles e invisibles” (Kato, 1962: p. 558)[1]. Éste se encuentra conectado con el término aware (哀れ). Ahora, la traducción de aware resulta más arriesgada. El kanji puede entenderse directamente como “tristeza”, o conformar el adjetivo “triste” (哀しい). Haya Segovia traduce el mono no aware como “la conmoción del contacto con lo existente” (2002: p.101)[2], entendiendo que el aware sería una emoción profunda de asombro que experimentamos por las cosas del mundo. Como dice Hisamasu Sen’ichi, “es un sentimiento que se experimenta en la alegría de una mañana de primavera y en la tristeza de una tarde de otoño” (Hisamasu, citado en Haya Segovia, 2002: p. 101). Según el filósofo japonés del S. XVIII, Motoori Norinaga (1730-1801), este sería el sentido original que mono no aware tenía en la época antigua, antes de la penetración de la cultura budista: Una apertura completa e intuitiva al mundo en su multiplicidad, un intento de resonar con “las cosas” (mono) y dejarse conmover profundamente (Marra, 1995: p. 379)[3] y que no se limitaría a sensaciones tristes o melancólicas. (Rubio, 2007: p. 206)

Aún así, también hay otra interpretación del término y es a la que me referí más arriba. Y es que de todas las emociones la “tristeza” se hace más patente, y esa tristeza está referida a una de las ideas budistas más influyentes: el sentimiento de la impermanencia de las cosas (Mujôkan, 無常感) (Haya Segovia, 2002: pp. 102-103, y la nota 274). Hay que señalar que este término incluye a “mujô” (無常), la noción misma de que los objetos de este mundo son transitorios e insustanciales. Que todo es efímero y que no debe haber apego por ninguna de esas “cosas”. Cómo ya deben haber notado los lectores aguzados, en mujô, está presente Mu (無), la nada budista, la vacuidad. En el centro de la naturaleza está Mu, manifestando la inesencialidad de todo lo presente, una inesencialidad que se manifiesta para nosotros como el tiempo inexorable que todo lo desgasta, que todo lo marchita, que todo lo caduca.

No obstante, mal haríamos en considerar esa “tristeza” como algo similar a la angustia (Wicks, 2005: pp. 95-96)[4]. Se trata de una cierta melancolía que realza la emoción del presente, y que, por lo tanto, nos lo entrega “más intensamente”. La flor del cerezo no sería tan bella si no fuera tan fugaz, lo que acentúa el gozo de contemplarla. Resulta muy interesante cómo la doctrina budista del mujô, no se traduce en Japón en un desprecio ascético de las apariencias (como Platón, que despreciaba el mundo sensible, y las artes, en favor del mundo de las ideas eternas). El Japonés, no aparta su vista de las apariencias, las percibe y abraza más. Aún más apreciadas porque son efímeras, lo que las hace más bellas. Las cosas (mono) movilizan nuestro sentimiento no en torno a su presencia, sino en torno a una ausencia que, paradójicamente, se actualiza virtualmente en el encuentro con ellas. La conmoción que sentimos por la flor de cerezo no orbita a la flor misma. La flor nos impulsa a orbitar junto con ella el centro vacío de la ausencia (Mu, 無), ese orbitar es esa tristeza extraña, teñida de un gozo melancólico que acepta, sin aferrarse, el regalo de ese presente, que el tiempo, con seguridad, extinguirá.

La experiencia estética del mono no aware es tremenda y profunda. Me animo a afirmar que (usando terminología heideggeriana) se trata de una disposición afectiva que nos pone en una actitud de goce estético, pero también de reflexión por la naturaleza de todas las cosas, incluyendo a cada uno de nosotros. Espero que esta presentación y reflexión baste para incitarnos a ese pequeño viaje hacia la sensibilidad japonesa. Personalmente, hace ya tantos años, ese término me intrigó y capturó, y aún me sigue intrigando y maravillando, tanto y más que en aquel salón universitario de hace tantos años.

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[1] KATO, Kazumitsu. 1962. “Some notes on mono no aware”. En: Journal of the American Oriental Society, Vol. 82, No. 4 (Oct. – Dec., 1962), pp. 558-559.  Recuperado de: http://www.jstor.org/stable/597529, el 10-12-2013.

[2] HAYA SEGOVIA, Vicente. 2002. El corazón del haiku: La expresión de lo sagrado. Madrid: Mandala.

[3] MARRA, Michele. 1995. “Japanese Aesthetics: The Construction of Meaning”, En: Philosophy East and West, Vol. 45, No. 3 (Jul., 1995), pp. 367-386. Recuperado de: http://www.jstor.org/stable/1399394, el 19-12-2016.

[4] WICKS, Robert. 2005. “The Idealization of Contingency in Traditional Japanese Aesthetics”. En: The Journal of Aesthetic Education, Vol. 39, No. 3 (Autumn, 2005), pp. 88-101. Recuperado de: http://www.jstor.org/stable/3527434, el 19-12-2016.

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La negatividad en la estética japonesa: Una presentación

Yasunari Kawabata (1899-1972) fue el primer ganador japonés del Premio Nobel de Literatura. En su discurso de aceptación de ese premio ante la academia sueca hizo un elogio a la estética propia del Japón, a la particular sensibilidad que él veía como singular en su idiosincrasia.

En primavera, flores de cerezo;
en verano, el cuclillo.
En otoño, la luna, y en invierno, la nieve fría y transparente.
Luna de invierno, que vienes de las nubes a hacerme compañía:
el viento es penetrante, la nieve, fría.[1]

Con este poema del monje Dôgen (1200-1253) Kawabata empieza una reflexión acerca de esta sensibilidad japonesa que siempre está orientada hacia una relación directa con la naturaleza y lo inmediato, pero también que pretende presentarla en el arte de una manera sencilla, directa, y aun así elegante. Resulta especialmente interesante – como lectores occidentales – la comprensión de los fundamentos filosóficos de esta sensibilidad. La pista que Kawabata nos da en este texto radica en la concepción particular que se tiene en Japón de la negatividad, que debe entenderse de una manera muy diferente a los conceptos negativos occidentales, y que tiene un profundo arraigo en tradiciones filosóficas y religiosas de las culturas del extremo oriente desde muy temprano.

Dicho mal y pronto, el pensamiento occidental es un pensamiento de la presencia. El fundamento de la existencia de cada cosa lo buscamos como un “algo” que debe estar en algún lugar. Lo que hace que una cosa sea lo que es, radica en una esencia o forma (Platón las llamaba “ideas”) que configura un ente y le da existencia e identidad en el tiempo. En general el pensamiento occidental ha consistido, por muchos siglos, en la búsqueda de ese tipo de fundamentos; y esa manera de pensar ha quedado en nosotros hasta el día de hoy. Cuando estamos frente al mundo natural que captamos por nuestros sentidos, percibimos que hay en ellos cambio y mutación, y nos preguntamos qué hay en las cosas que permanezca estable. Nuestras representaciones y nuestro arte constantemente nos llevan hacia la abstracción; al intento de captar ese ser constante en nuestra mente ya que no podemos hacerlo con los sentidos. Así, nuestra relación sensible con las cosas suele estar mediada por ideas abstractas que, creemos, nos llevan a ese auténtico ser que se esconde detrás de las impresiones que obtenemos con nuestros sentidos. Queremos llegar a las cosas “en sí mismas” y para eso las tenemos que objetivizar: pensarlas como objetos que se presentan ante sujetos, que desde sus capacidades racionales pueden llegar a conocer lo propio de cada ser. Para eso el “sujeto” debe purificarse de sus opiniones, creencias, emociones, y hasta de su propia situación en el espacio y la historia, en otras palabras, de su cuerpo.

¡Qué alejado de esto se muestra el poema de Dôgen presentado por Kawabata! Esa sencillez no busca desenmascarar una esencia, tampoco hacer uso del ingenio para jugar con nuestras facultades racionales (como diría la estética de Kant). Una de las palabras de más profundo significado en japonés es kokoro (心), que suele traducirse como “corazón”, pero que también refiere a la “mente” y el “espíritu”. Mientras que el racionalismo occidental separó al logos (la razón) de las emociones, sensaciones y otras vivencias corporales (al considerarlas como lo “animal en el ser humano”)[2], en Japón tal separación no existía, y el ser humano se pensaba íntegro, en su capacidad de pensar y de sentir. Sin abstraer y separar una razón de una vivencia emocional y corporal, las cosas del mundo sensible dejan de ser pensadas como evocaciones de otras presencias más reales e imperecibles. En su lugar, éstas son confrontadas como una aparición instantánea que toca los sentidos y mueven el kokoro. Aware (哀れ) es el término japonés que señala esa sensibilidad abierta hacia las cosas del mundo, ese “corazón abierto” que es capaz de conmoverse por las diez mil cosas[3]. No se busca una “presencia” oculta, sino que es la espontánea manifestación del mundo aquello que nos conmueve. Y así, más que “elevar la razón a través de los sentidos” la estética japonesa pretende abrirnos los ojos para contemplar los infinitos detalles de la naturaleza sensible. De esta manera, el poema de Dôgen, lejos de ser una enumeración de elementos naturales que asociamos a las estaciones, nos pone frente a escenas que activan nuestra emoción y nos conmueven.

Cuando hablamos de negatividad en el pensamiento japonés debemos desterrar la comparación con la idea occidental de “nada”. No se trata de pensar una presencia y luego negarla. No queremos quedarnos con una mera negación. Kawabata nos dice:

El discípulo Zen permanece durante horas sentado, inmóvil y silencioso, con los ojos cerrados. Pronto llega a un estado de impasibilidad, sin nada en qué pensar, sin nada que evocar. Va borrando su yo, hasta alcanzar la nada. Ésta no es la nada ni el vacío, según el concepto occidental. Por el contrario, es un cosmos espiritual donde todo se intercomunica, trascendiendo fronteras, sin límites espaciales ni temporales[4].

La “nada” a la que hace referencia Kawabata (mu, 無) es un término que refiere a la inesencialidad de todo lo que vemos. En otras palabras, si buscamos tras las apariencias sensibles una esencia, lo que encontramos es nada o vacío. Sin embargo, el hecho de que las cosas se manifiesten significa que esa nada, lejos de ser solo negación, es la potencia activa de aparición de todo. Por eso, lejos de buscar una presencia oculta, el japonés sensible, se abre a la singularidad de su encuentro con las cosas. Cada sensación, cada emoción, no es propia del sujeto que la experimenta, ni del objeto que la provoca, sino que es una aparición única y espontánea del instante en que se da ese encuentro. La negatividad, entendida de esta manera, supone una liberación (tal y como lo pretende la doctrina budista) del esquema sujeto-objeto, y borra la exigencia de encajar cada impresión en el régimen de tal conocimiento objetivo. La negatividad nos permite disolver los apegos y estructuras propias del pensar cotidiano, para abrirnos a que cada experiencia inaugure algo único e irrepetible: un algo que no es persona o cosa, sino una aparición propia y singular.

Iré al otro lado de la montaña
¡Ve allí también, oh luna!
Noche tras noche
nos haremos compañía

 Si mi corazón puro brilla,
la luna piensa
que esa luz le pertenece.

 Oh brillante, brillante,
oh brillante, brillante, brillante,
oh brillante, brillante.
Brillante, oh brillante, brillante,
brillante, oh brillante luna.

Estos tres poemas del monje Myôe (1173-1232) provocan en Kawabata la siguiente reflexión:

Las treinta y una sílabas de cada poema, inocentes y sinceras se dirigen a la luna, más que como compañera, como amiga, como confidente. Viendo a la luna, el poeta se convierte en la luna; la luna, vista por el poeta, llega a ser el poeta. Al sumergirse en la naturaleza, forma un todo con ella. Así, la luz del corazón puro del monje, mientras medita en el Pabellón durante la oscuridad que precede al amanecer, se transforma para la luna del amanecer en su propia luz.

Esa es la libertad de esta concepción de la negatividad, lejos de pensar en la “identidad” de la Luna o del sujeto-poeta, el poeta puede devenir Luna y la Luna poeta. Ya no son dos seres, los poemas capturan la aparición de esa transfiguración. El cuerpo del poeta, sus sentidos son espacios que se abren a ese devenir, y es el kokoro el que se moviliza en esa experiencia.

Con esta breve reflexión podemos empezar a vislumbrar este tema fascinante. Abrirnos a la estética japonesa es abrirnos a una sensibilidad y una forma de pensar que nos resulta extraña, y aun así hechizante. Aún hay muchos más conceptos que abordar, mucho que investigar. Pero este hermoso camino nos entrega muchas delicias a cada paso.

[1] Kawabata, Yasunari. Dos ensayos (s.f.). Traducción de Ilia Sologuren. Ed. Virtual. https://es.scribd.com/document/235528879/Dos-Ensayos-de-Yasunari-Kawabata.

[2] Véase la metáfora platónica del alma como un carro tirado por dos caballos a quienes el conductor (el alma racional) apenas puede controlar; o la propuesta aristotélica de los tres tipos de alma, siendo el alma racional la única que es propiamente humana.

[3] Sobre el tema del aware consultar: HAYA SEGOVIA, Vicente (2002) El corazón del haiku: La expresión de lo sagrado. Madrid: Mandala. También:  KATO, Kazumitsu (1962) “Some notes on mono no aware”. En: Journal of the American Oriental Society”, Vol. 82, No. 4 (Oct. – Dec., 1962), pp. 558-559.

[4] Kawabata (s.f.)

Jeancarlos K. Guzmán Paredes
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Introducción a la serie

Los sentidos y la nada: Reflexiones en torno a la estética japonesa desde la perspectiva de la negatividad y el cuerpo.

En esta sección abordaremos algunas reflexiones sobre la estética del Japón teniendo por eje central las nociones de cuerpo y negatividad. En todo caso se trata de ensayar aproximaciones a la sensibilidad del pueblo japonés desde su apertura a ideas como la perecibilidad de las cosas, la belleza de lo irregular, el aprecio de lo que se sugiere más que lo que se muestra, etc. En el contacto que he tenido con el pensamiento y el arte japonés, se revela constantemente una sensibilidad profunda e intuitiva hacia las cosas naturales y humanas; y esa sensibilidad viene dada por la confluencia de dos importantes tradiciones. Por un lado, el shintô, que nos dice que las cosas, y en especial aquellas naturales, están habitadas por kami; lo que lleva a las personas a valorar la naturaleza en su manifestación más sensible e inmediata. Por otro lado, el budismo, que enseña al pueblo japonés, que no hay esencias o presencias detrás de las apariencias; sino que a éstas solo las subyace el vacío, la nada (mu, 無). Así, las apariencias no esconden esencias o identidades en sí mismas, aún así, estas están “cargadas de divinidad”. El mundo que captamos con nuestro cuerpo, con nuestros sentidos, se nos manifiesta en sus apariciones valiosas y significativas, aunque efímeras, inescenciales y transitorias. El papel del artista no es otro que crear esas apariciones, proporcionar experiencias, hacer una escena con la que el espectador pueda lograr su propia experiencia sensible y con ella su “pequeña iluminación”. Así, exploraré la idea que esta estética de la negatividad pone al cuerpo en un lugar central, ya que es a través de éste que tenemos esos encuentros con las cosas del mundo.

Les doy la bienvenida a quienes quieran acompañarme en el camino de esta exploración. De antemano muchas gracias.

Sobre el autor: Jeancarlos Kevin Guzmán Paredes es candidato a magíster en filosofía por la PUCP. Bachiller en filosofía por la PUCP. Se ha desempeñado como pre-docente de diversos cursos del área de filosofía en Estudios Generales Ciencias y Estudios Generales Letras de la PUCP entre los que destacan Ciencia y Filosofía, Filosofía Moderna, Epistemología, Ética, Ética y ciudadanía, Argumentación. Ha participado como ponente y organizador en distintos eventos académicos y congresos. Es miembro asociado del Instituto Riva Agüero, forma parte del grupo “Presencia de los japoneses en el Perú. Siglos XVII – XX” del IRA – PUCP.  Además, es miembro fundador del Seminario permanente de filosofía contemporánea Hermes y es co-fundador y co-coordinador del Círculo de Estudios Japoneses Tenjin. Sus intereses están en Filosofía y metafísica del lenguaje, estética y filosofía del cuerpo. Además de la estética, historia, literatura y productos audiovisuales del Japón clásico y contemporáneo.

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