La posibilidad –como apuntaba al final de la anterior entrega– de que Bashô esté haciendo efectivamente otra cosa que describir, con mayor o menor destreza literaria, eso que está sucediendo ahí en el mundo fáctico, donde también está sucediendo Bashô, requiere, en principio, que nos decidamos a asumir de forma radical la pregunta por la conciencia. Y empleo ‘radical’ en el sentido de ‘raíz’, porque parto del convencimiento de que la conciencia no es un epifenómeno de la racionalidad, ni una cualidad sutil y englobante con la que la mente del homo sapiens sapiens ha visto engalanada y favorecida su identidad tras su ardua lucha por la supervivencia y por el conocimiento, sino una experiencia genuina y totalmente diferente a cuantas otras experiencias hayan aparecido en el seno de la Totalidad durante el transcurso de la existencia.
En mi opinión, mientras la racionalidad se dedica a intentar responder la pregunta por la conciencia (qué es la conciencia), la experiencia poética es la del que intenta asumir la conciencia como pregunta (qué es la pregunta). Es decir: qué es la conciencia es una pregunta propia de la racionalidad, que busca su respuesta. Qué es la pregunta es una pregunta propia de la experiencia poética, que busca el sentido de la pregunta como pregunta. Para la razón el horizonte de sentido se encuentra en la respuesta, en la aspiración a alcanzar la verdad. Para la experiencia poética el horizonte de sentido se encuentra en la pregunta, en la aspiración de liberarse de la verdad. A la capacidad de preguntar qué es la pregunta, llamo conciencia. Dicho de otra forma: entiendo por ‘experiencia poética’ a la capacidad de asumir que me encuentro en la pregunta, en el estadio de la pregunta. En esta entrega de marzo intentaré un somero repaso de la manera en que la racionalidad está abordando la pregunta (científica) por la conciencia, y en la entrega de abril intentaré aproximarme al sentido de la conciencia (poética) de la pregunta.
Científicos y filósofos admiten sin reparos que la conciencia aparece como algo ‘excepcional’ en el mundo natural. A partir de ahí, y por eso mismo, ‘encargan’ a la racionalidad, por decirlo así, que proponga teorías para que eso excepcional que ha aparecido en un momento determinado de la evolución quede ‘incluido’ y reconocido entre los objetos de estudio de las ciencias naturales. Porque para la razón, como ya vimos, todo es fáctico. Para que esa inclusión sea efectiva, es decir para que la conciencia quede dentro del ámbito de lo que tiene respuesta, de lo que puede ser racionalizado, se ha de descartar incluso la especulación racional metafísica y se ha de optar por la investigación científica de su fisiología, su etología y su filogénesis, que son las que la incardinan en la evolución biológica y evitan cualquier hipótesis que haga pensar que su aparición se ha desvinculado de aquella base material que la ha hecho posible con el objetivo de incrementar la aptitud biológica de sus portadores, es decir favorecer las cualidades de la lucha por la supervivencia del homo sapiens. No se puede ‘sacar’ la conciencia del mundo de la vida (de su facticidad biológica) hacia un mundo paralelo sobrenatural (de una facticidad esencialista o trascendente). Cualquier tipo de ‘respuesta’ ha de dar cuenta de su aparición como parte de la vida biológica y eso supone, necesariamente, someterla a la realidad fáctica de la evolución de la naturaleza, que está en vías, tarde más o menos, de ser cabalmente conocida por la ciencia.
Para la racionalidad, por tanto, solo existe un problema de la conciencia: el de explicarla científicamente. Y en ese intento de explicación científica queda progresivamente descartado, como digo, todo el ámbito de las respuestas de carácter dualista o metafísico que comenzaron a proponerse desde la ontología, hasta llegar al debate actual (aproximadamente desde el último tercio del siglo XX), de carácter explicativo, centrado en lo que los psicólogos han llamado ‘revolución cognitiva’ (la utilización de información por organismos biológicos y sistemas, que permite al cuerpo el control de sus acciones en el medio gracias a su capacidad de memorizar, elegir y proyectar). Aunque parece que experiencias cognitivas de este tipo se han podido verificar en ciertos animales sin necesidad de recurrir a una experiencia estrictamente consciente de las mismas.
Lo cierto es que, a día de hoy, no existe una definición consensuada de conciencia. Arias Domínguez (2015), al que sigo aquí, ha estudiado en profundidad los diversos tipos de abordaje de la conciencia que se están debatiendo en el ámbito conceptual, y reconoce que la ‘subjetividad’ (cómo explicar el hecho de que el sistema nervioso de un animal pueda dar lugar a procesos experimentados desde dentro) es la raíz del problema. Los planteamientos actuales tratan, por un lado, de especificar el papel que la conciencia ocupa en nuestra concepción del mundo (perspectiva heredera del debate ontológico clásico) y, por otro, tratan de averiguar el origen y los mecanismos de la conciencia (perspectivas explicativas). La autonomía de lo mental respecto de lo físico (que esconde sus raíces en el dualismo platónico, revisado y corregido por Descartes, que proponía dos sustancias completamente heterogéneas), ha sido prácticamente descartado de la discusión contemporánea, a favor de las teorías de la identidad (que dicen que los estados mentales son procesos del sistema nervioso, por tanto puede haber dos sistemas conceptuales pero nunca dos esferas ontológicas), de las teorías funcionalistas (que afirman que los estados mentales no son idénticos a los estados del sistema nervioso aunque este sea su soporte material, y se caracterizan por la función que desempeñan dentro de una cadena causal), e incluso de las teorías eliminacionistas (que dicen que el lenguaje mentalista no designa nada en realidad, y que la conciencia no existe sino que es un mero proceso neurofisiológico).
En cuanto a las teorías explicativas, que intenta responder a la pregunta de cómo surge y por qué surge la conciencia (cuáles son sus condiciones biológicas de posibilidad), parece que la reflexión contemporánea se centra en tres propuestas: las teorías cognitivas (la función que tiene la conciencia en los procesos mentales, bien como un procesador central que implicaría un control voluntario de los diferentes canales de información, bien como un espacio de trabajo global, o bien, como propone Dennett, como un flujo narrativo vinculado a la capacidad lingüística y de la memoria, que no precisaría de ningún centro de operaciones, a lo que Cleeremans ha unido la importancia del aprendizaje como potenciador de la calidad de determinadas representaciones); las teorías representacionales (la mente no tiene ninguna propiedad especial más allá de sus propiedades representacionales, sumadas a la organización funcional de sus componentes –Lycan, 1999–); y las teorías neurobiológicas (la experiencia consciente está asociada a una modalidad sensorial, principalmente la vista –Lamme–; la información específica de los diferentes módulos llega a ser conciencia cuando uno de los módulos se dedica a interpretar y dar sentido de unidad –Gazzanica–; el cerebro manipula representaciones del entorno y del cuerpo, hasta que la emergencia del lenguaje propicia metarrepresentaciones –Ramachandran, 2004–; la conciencia surge como producto de la sincronización de determinados cursos de actividad neurofisiológica –Llinás, 2001–; es el proceso adaptativo de la especie el que refuerza unos grupos neuronales y no otros, y los grupos favorecidos crean mapas interconectados gracias a una conexión espacio-temporal de los mismos y a las conexiones masivas de reentrada que propician un núcleo dinámico –Edelman y Tononi–; la capacidad de los organismos vivos de mantenerse en la vida desarrolló sistemas de incentivación y predicción que están en la base de las emociones que dirigen la experiencia consciente, una especie de proto-sí-mismo asentado en el cuerpo que propicia, gracias a la memoria, un yo autobiográfico –Damasio, 2010–; entre otros.
El extraordinario interés filosófico y científico por responder a la pregunta ‘qué es la conciencia’ nos hará volver más de una vez sobre este apasionante debate, un debate cuyos términos (desde la filosofía de Hegel y Heidegger, hasta el naturalismo científico) nos incardinan una y otra vez en un mundo fáctico que, en ningún caso, es puesto en cuestión sino todo lo contrario: condición de posibilidad de todo ‘pensar’ y ‘saber’ es que aquello que ha de ser pensado y conocido sea lo que es, sea como es. La posibilidad de que se esté produciendo otra cosa que un devenir fáctico es absolutamente inconcebible desde la racionalidad, y cuando la racionalidad propone la respuesta dualista o metafísica lo que hace es precisamente subrayar el carácter fáctico: no solo el mundo queda encerrado en sus determinaciones causales, sino que tales determinaciones han sido impuestas por entidades fácticas por definición, tal como pueden ser el concepto de dios, las ideas o lo absoluto.
Aunque brevísimo, este repaso nos hace ver que la perspectiva científica parece concentrarse en la pregunta de cómo se debe plantear la relación entre fenómenos físicos y fenómenos conscientes. Y se comienza ese camino con ayuda de la noción de lo mental como estado intencional, caracterizado por estar-referido-a-algo. Y ese estar referido significa que la mente se re-presenta ese algo. Por eso un estado intencional tiene siempre un contenido, y lo representa de un modo determinado, fenomenológicamente. Ese sería, tal vez, el mecanismo básico de lo que Bashô está realizando cuando escribe “Un viejo estanque; / se zambulle una rana, / ruido de agua”. La realidad fáctica de ese momento y ese lugar es captada por los sentidos, transmitida por el sistema nervioso y gestionada en imágenes que se relacionan entre sí dando un sentido unitario a la representación, de la que Bashô muestra tener conciencia precisamente por haber alcanzado ese nivel de experimentar un fenómeno que estaba sucediendo ahí fuera y ahora también parece estar sucediendo dentro de su sistema nervioso, en esa especie de bucle interno que forma su propia subjetividad. La escritura del haiku en cuestión vendría, desde esta perspectiva, a verificar el proceso mental que ha tenido lugar, que queda expresado (exteriorizado, comunicado) gracias a la capacidad lingüística, que es otra de las capacidades que la mente ha ido adquiriendo en su proceso socializador, imprescindible para la supervivencia de la especie y que ha coadyuvado de manera decisiva, según algunos, en la manera en que la mente se está entendiendo a sí misma.
Desde la perspectiva racional de la conciencia, la experiencia de Bashô no deja lugar a dudas sobre la realidad fáctica del mundo. En primer lugar, la experiencia del viejo estanque donde se zambulle la rana es una percepción que queda suficientemente explicada indagando en el conocimiento de la estructura biológica y neuronal del propio Bashô, y, en segundo lugar, su acto de escritura es directamente comprendido como un acto de lenguaje abocado lógicamente a la comunicación con un interlocutor o un lector. En la próxima entrega intentaré señalar, en la medida de mis posibilidades, a qué otro horizonte nos dirige la experiencia poética.