Es de tal calibre el desarrollo y la potencia que ha alcanzado la racionalidad, en el curso de la evolución humana, que la cuestión del sentido ha terminado planteándose como una cuestión entre otras, como una pregunta necesitada de respuesta, un problema en vías de solución; es decir, inmerso por completo en la lógica de la lucha por el conocimiento, que es la lucha por la supervivencia. Y hemos de reconocer que la envergadura de tal pregunta ha contribuido a que la racionalidad se ejercite de manera extraordinaria, desarrollando la poderosa musculatura que podemos apreciar sin esfuerzo en la historia del pensamiento. Las diversas tradiciones religiosas, filosóficas, metafísicas, espirituales y científicas se encuentran entre las principales vías de respuesta, como ya he apuntado en entregas anteriores. Las respuestas se han ido sucediendo a lo largo del tiempo, siempre revisables, corregibles y mejorables, formando un abanico de posibilidades disponibles para que cada cual se quede con la que le parezca mejor dependiendo de su carácter, su sensibilidad y, sobre todo, su propia tradición cultural.
Debemos reconocer, por supuesto, que la racionalidad no ha hecho sino lo que podía hacer, lo que tenía que hacer. Por eso, cuando planteo la posibilidad de encarar la pregunta como pregunta no estoy cuestionando la manera de actuar de la racionalidad, ni poniendo en duda la eficacia del largo camino en pos de las estrategias de supervivencia que, como digo, viene llevando a cabo a través de la historia. Lo que sí estoy cuestionando es que la racionalidad pueda abordar la pregunta por el sentido sin meternos en un callejón sin salida. Y en estas colaboraciones lo que intento es reivindicar otro tipo de experiencia que también se ha dado y se está dando y que, sin embargo, en muchos casos se mantiene oculta incluso para aquellos que la están experimentando, precisamente porque tal experiencia ha sido “interpretada”, en el sentido rilkeano, desde la racionalidad. Me refiero a la experiencia poética.
Decía en la anterior entrega que entiendo por experiencia poética aquella que intenta asumir el sentido de la pregunta como pregunta, asumir que el sentido se encuentra en la pregunta misma, y que por tanto cualquier tipo de respuesta abortaría esa posibilidad, en rigor, abortaría la posibilidad del sentido a cambio de conquistar la verdad, la respuesta. Verdad y sentido, por tanto, se encuentran en niveles de experiencia completamente antagónicos. Para la racionalidad, el sentido vendría como culminación de haber alcanzado la verdad verdadera, la última verdad, triunfo creativo de la propia racionalidad: espejo fiel de sí misma, auto engendración, reconocimiento culminante de la facticidad de lo fáctico, de la ley que gobierna lo que es como es. Para la experiencia poética, por el contrario, el sentido no es alcanzable, permanece la pregunta como lugar de la pregunta, el sentido no es salir de la pregunta hacia un lugar seguro, el sentido es permanecer en lo que la racionalidad consideraría puro sin-sentido: primero (piensa la razón) porque poder responder y no responder no tiene sentido, y, segundo, porque dentro de lo fáctico no tiene sentido plantearse la cuestión del sentido.
Y también decía en mi anterior entrega que, aunque no sea ciertamente el concepto adecuado (puesto que ya ha sido interpretado por la racionalidad y hay toda una ciencia interdisciplinar en curso dedicada a su estudio), la “conciencia” es para mí la capacidad de preguntar qué es la pregunta. Dicho de otra forma, llamo conciencia a la capacidad de desarrollar una experiencia poética. Mientras la racionalidad quedaría siempre vinculada a la indagación en la respuesta (religión, filosofía, metafísica, espiritualidad, ciencia…), la conciencia quedaría siempre vinculada a la indagación en la pregunta (experiencia poética). Según este punto de vista, por tanto, desde la experiencia poética la conciencia no es una determinada modalidad que haya alcanzado una mente compleja, sino un estadio de lo existente que está sucediendo en el seno de la Totalidad (aunque tal estadio no se encuentre al margen de los estadios que lo preceden sino, muy al contrario, como vértice en el que todos los estadios anteriores quedan abocados a la pregunta que en sí misma significa la existencia desde su origen).
A mi juicio, la aparición de la pregunta como pregunta da un vuelco radical a nuestra percepción del hombre, del cosmos y de la existencia. Es posible que la intuición de ese vuelco radical haya sido percibida por el hombre con extraordinaria inquietud, una inquietud que se ha esforzado en aquietar con todos los medios a su alcance. En la historia del homo sapiens, la aparición de la conciencia podría rastrearse siguiendo las huellas de esa inquietud y ese asombro, aunque esto es lo verdaderamente complejo porque precisamente esas huellas han quedado sepultadas bajo las capas de las sucesivas mitologías, creencias, teorías y respuestas. Hoy podríamos decir que la envergadura de la pregunta ya solo es apreciable por la enorme batería de respuestas que se han levantado para ocultarla.
Pero volvamos a la existencia. Decía muy lúcidamente Mosterín (1987) que no tiene sentido (no sirve para nada) plantear la pregunta por el sentido del mundo o por el sentido de la vida. Que se trata de preguntas mal planteadas, puesto que como realidades fácticas que son ni el mundo ni la vida tienen sentido. Tenemos que reconocer que desde el punto de vista de la razón el filósofo español estaba en lo cierto, es más tenía toda la ‘razón’. Pero tal vez no debiéramos conformarnos con pensar en que se trata sencillamente de un mal planteamiento. El mero hecho de que el hombre tenga la posibilidad de hacerse esta pregunta debiera llamarnos la atención, porque es tal la orgullosa hegemonía de la razón que parece bastarle encerrar esa pregunta en el cajón del sin-sentido para seguir ocupándose de aquellas otras que sí que lo tienen en aras de la supervivencia humana[i]. Podemos pensar un poco sobre esto. En efecto, la pregunta por el sentido no tiene ningún sentido en el ámbito de lo fáctico. Y es entonces coherente que la razón que se desenvuelve dentro de lo fáctico desestime ocuparse de ella. Pero la pregunta también está ahí. Y dice Mosterín que la vida no tiene sentido, pero que nosotros podemos darle el que queramos. Es decir, que sí que hay una posibilidad de respuesta a la pregunta por el sentido, si bien quedaría encerrada en nuestra voluntad, nuestros intereses o nuestras creencias. Porque el sentido quedaría vinculado exclusivamente a nosotros. Y la pregunta por el sentido a merced de los intereses de nuestra propia subjetividad. Entonces, nosotros somos los que otorgamos un sentido particular (cada uno el suyo) a la vida que, como tal, carece de él. Lo que parece claro en este planteamiento son dos cosas: la primera es que la pregunta por el sentido está ahí, ha surgido en el hombre de una manera totalmente innecesaria e imprevista (innecesaria, porque no aporta nada a la supervivencia de la especie, porque no sirve para nada; imprevista, porque en el orden de lo fáctico carece efectivamente de sentido que se plantee, es decir, no estaba prevista su aparición porque lo fáctico no precisa de ella para continuar su propio desarrollo). Y la segunda es que si ha surgido a pesar de su inutilidad es que, cuanto menos, está indicando una extrañeza radical en el ámbito de lo fáctico.
Detengámonos un momento en el propio concepto de “existencia”, que refiere una acción y su resultado: del latín existere, la palabra está formada por el prefijo de exclusión “ex” y por “sistere”, que puede traducirse por parada, quietud, inmovilidad, es decir que indica una posición fija. Por tanto “existencia” nos está remitiendo a una experiencia de salida. Literalmente, existencia significa estar fuera de aquello que se considera fijo, fáctico. Sin embargo, como es lógico, la racionalidad fáctica no puede asumir una contradicción de tal calibre: por definición, no puede haber nada fuera de lo fáctico. Y para superar la contradicción, la racionalidad nos dice que esta experiencia de salida es solo aparente, puesto que en realidad se trata de una experiencia de llegada: de llegada al “ser”, de llegada a la realidad palpable del ente desde la supuesta “esencia” que lo empuja o engendra. Avicena, interpretando a Aristóteles, estableció esta especie de doble carácter del ser (esencia y existencia), que solo servía para poner a salvo la “esencia”, que se convertía en el ser necesario que explicaba desde su absoluta facticidad incausada el extraordinario espectáculo de los seres existentes. Solo el ser necesario (que santo Tomás convertiría en el motor inmóvil) podía realizar la proeza de que lo posible pudiese existir en realidad. Por lo tanto, la existencia terminó por ser concebida como una posibilidad latente en la esencia, algo así como un despliegue fenomenológico de la esencia fáctica, más aún, como un ‘poder’ discrecional de la Esencia.
La experiencia poética, por supuesto, tiene otra interpretación muy distinta de la “existencia”. El propio concepto, a mi entender, encierra una intuición de extrañeza, una especie de pregunta que ha sido precisamente abortada gracias a la respuesta de la “esencia”. En el mecanismo lógico de la racionalidad fáctica el concepto de ‘esencia’ actúa como respuesta a la pregunta ‘existencia’, a la sospecha de que somos existentes (de que somos/estamos fuera y andamos/salimos en tránsito). Y todo queda explicado desde la pura facticidad esencial que se despliega existencialmente, fenomenológicamente. Esa ‘esencia’ intocable y absoluta (pura necesidad de la razón) ha sido la base filosófica de toda la argumentación posterior de la trascendencia, y el dato que justifica y llega a legitimar la aspiración de lo existente por esa especie de regreso anhelante al origen donde pueda, al fin, reencontrarse con el útero fáctico de donde no se sabe bien por qué un día tuvo que salir. Salir para volver, esa es la máxima circular e incontestable que marca los caminos inefables de la metafísica y la espiritualidad, cimentados en la lógica racional del pensamiento filosófico y religioso. Pero para la experiencia poética, la salida es salida. No se puede volver, porque la pregunta no es una etapa en el camino hacia la verdad sino un quedarse sin camino, un estar verdaderamente ex-sistere, fuera de la quietud. Volver sería abortar el sentido de la salida. Y la salida no tiene regreso, pero tampoco tiene meta, porque la meta sería aquello que prefigura el sentido de la salida, aquello que está previsto que ocurra desde el mismo origen de la salida, aquello que le concede un sentido aún antes de haber salido. No hemos salido para dar un paseo y volver a casa. No hemos salido para culminar un trayecto. Hemos salido, sin más; y tomar ‘conciencia’ es estar ya fuera, saberse existente.
Poéticamente hablando tendríamos que pensar que la existencia toda (desde la explosión inicial en la que hoy apuesta la física hasta el más sutil razonamiento que haya alcanzado el ser más inteligente del cosmos, sea o no el hombre) es una pregunta que está teniendo lugar en el seno de la Totalidad. Y el estadio de la conciencia es el estadio en el que precisamente la existencia se asume a sí misma como pregunta. Este estadio de la pregunta no tenía que haberse producido si la existencia fuese un despliegue fáctico de la Totalidad. La verdad es que lo que no tenía que haberse producido es la existencia misma. La racionalidad responde a esto afirmando que la Totalidad ha generado un espejo donde mirarse, donde reconocerse. Un despliegue de autoconocimiento. A partir de ahí, llamamos metafísica a la elaboración de un pensamiento que nos vincula al Todo, que nos hace comprender que no hemos salido, y esto propicia, en algunas tradiciones, el anhelo espiritual de superar la apariencia de que estamos fuera, de que somos ex-sistencia, y, en otras, el camino religioso que nos permita sanar la herida de haber caído fuera y poner los medios ascéticos para retornar. Lo que llamamos proceso civilizatorio no es otra cosa que lo que van generando nuestras respuestas. Y la historia es la forma en que el hombre va gestionando las consecuencias de las respuestas que se ha dado.
Por eso digo que la racionalidad desactiva por completo el ‘sentido’ de la existencia porque no puede hacerse cargo de una pregunta sin respuesta, de una salida real sin retorno y sin meta, de un desfondamiento radical en el seno de la Totalidad que podemos pensar que efectivamente está ocurriendo porque ha surgido la pregunta que no tiene respuesta: la pregunta como pregunta. Por eso la conciencia (de la pregunta) no es una cualidad del hombre, no es algo que pueda gestionar el hombre, no es algo que pueda resolver el hombre, es algo que concierne a la experiencia misma de existencia que está teniendo lugar en la Totalidad. Desde la experiencia poética, por tanto, la pregunta de por qué está teniendo lugar la existencia no ha sido planteada para ser respondida, no es una pregunta susceptible de respuesta, como cuando Leibniz (¿por qué hay algo y no más bien nada?) la formuló en el siglo XVII. Porque pregunta y existencia son la misma cosa, la misma experiencia: la pregunta por la pregunta. La pregunta de la experiencia poética no es por qué hay algo, sino por qué me estoy haciendo esa pregunta, por qué eso que hay es una pregunta. De modo que la experiencia poética sería aquella que asume la existencia tal como se está produciendo ahora, la que puede dar cuenta de la existencia como tal, como salida, como pregunta. Por eso la cuestión no es la vida del hombre, ni de la realidad de la materia, ni del vuelo del pájaro, ni del sonido del agua cuando una rana se zambulle en el estanque, sino la dimensión de existencia que constituye a esas experiencias, la manera en que esas realidades fenomenológicas son existencia, están ocurriendo verdaderamente fuera, han alcanzado (conciencia) el estadio de la pregunta.
En la próxima entrega intentaré, en la medida de mis posibilidades, delimitar el lenguaje como condición de posibilidad de la propia racionalidad, al que se enfrenta la palabra (poética) que da cuenta de la salida, y que a mi modo de ver constituye el sentido del haiku.
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[i] Es muy habitual que el pensamiento científico niegue la pregunta en su afán de negar las respuestas que han propuesto la mitología, la metafísica o la religión. Aunque es justo reconocer que para el pensamiento científico, por definición, no puede haber preguntas sin respuesta, por más que la respuesta definitiva (la verdad) se encuentre al final de un camino infinito. De todas formas, el pensamiento científico tiene muchas dificultades para reconocer que los procesos de la mitología, la metafísica o la religión son puramente racionales, aunque no resistan el método de verificación que exige la ciencia.