No hay, en la cultura popular de Occidente, una fiesta más mágica. La mañana de San Juan, tan maravillosamente cantada por el romancero y por el cancionero español, viene precedida por la gran noche de la purificación y de la luz. Solsticio de verano, cuando el “sol inmóvil” (que es lo que significa “solsticio”) parece detenido en algún punto del ecuador celeste. En el hemisferio austral, ese momento ocurre hacia el 21 de diciembre. Aquí, en el hemisferio boreal, es ahora, hacia el 21 de junio, cuando la noche más corta y el día más largo del año evocan una suerte de iluminación cósmica. Para los griegos, el solsticio de verano era la “puerta de los hombres” -a diferencia del solsticio de invierno, la “puerta de los dioses”-, como si se quisiera subrayar, al hilo de la luz, la exaltación pagana del verano. El cristianismo asumió los ritos estacionales y los rebautizó, en un intento de fijar, en el calendario litúrgico, los momentos estelares, coincidiendo, aproximadamente, con los solsticios y con los equinoccios: la Navidad, la Pascua, el nacimiento de San Juan Bautista, la fiesta de San Miguel Arcángel.
Muchas veces hemos recordado el prodigio del rayo de sol que ilumina, en ambos equinoccios, el capitel de la Anunciación de la iglesia burgalesa de San Juan de Ortega: prodigio de una técnica sutil, que implica un profundo conocimiento de la astronomía, pero que es, al mismo tiempo, y quizá en primer lugar, el símbolo de un misterio teológico. En relación con los cambios estacionales en general, hay testimonios mucho más remotos: La orientación de los cuatro círculos concéntricos de Stonehenge está determinada por el solsticio de verano: se sospecha que la llamada Piedra Talón tenía mucho que ver con la observación de esa primera mañana del solsticio, pero, en general, esos conjuntos circulares de la Edad del Bronce debieron funcionar como observatorios astronómicos para la predicción de los cambios estacionales y, paralelamente, como centros ceremoniales relacionados con ellos.
En Egipto, las sombras producidas por la pirámide de Keops marcaban, con exactitud matemática, las fechas de los equinoccios de primavera y otoño y los solsticios de invierno y verano. Al otro lado del mundo, los mayas orientaban sus ciudades en relación con el movimiento de la bóveda celeste; y en la fortaleza de Chichén Itzá se observa el descenso de serpiente Kukulkán, formada por las sombras que se crean en los vértices de la fortaleza cuando comienzan el verano y el invierno… Los incas celebraban, el 24 de junio, el Inti-Raymi o Fiesta del Sol en la explanada de Sacsayhuamán, cerca de Cuzco. Al despuntar la primera mañana de verano, el inca levantaba sus brazos al cielo y exclamaba: «¡Oh, mi Sol! ¡Oh, mi Sol! Envíanos tu calor, que el frío desaparezca. ¡Oh, mi Sol!»
Los rituales del fuego sugieren el simbolismo de darle fuerza al sol, fuente de la vida, en el momento en que en empieza a crecer o a declinar. Los celtas celebraban, el primero de mayo, el festival del Beltane o “buen fuego”, con hogueras coronadas por pértigas, y hacían pasar al ganado entre las llamas para purificarlo. Las hogueras purificadoras se encendían y se encienden por todo el mundo, sobre todo en las culturas agrarias, para asegurar las cosechas, pero esos rituales de fuego tienen también otro sentido más profundo, como observa Mircea Eliade: “»una combustión, una anulación de los pecados y de las faltas del individuo y de la comunidad en su conjunto, y no una simple purificación”, pues «la regeneración es, como lo indica su nombre, un nuevo nacimiento».
Y, junto al fuego, el agua, el “agua de gracia” de San Juan: las nueve olas de la fertilidad en la playa gallega de La Lanzada, o el agua de los “baños de amor”, enramada de trébol, albahaca, romero, lavanda y ruda… La iglesia visigótica de Baños de Cerrato (Palencia), dedicada a San Juan Bautista, fue erigida, en el siglo VII, por el rey godo de Toledo, Recesvinto, tras ser curado allí mismo por las aguas de unas fuentes o baños consagrados a las ninfas. En numerosos lugares, se suele recoger esa noche el agua de una fuente o manantial señalado, dejándola reposar a la luz de la luna; a la mañana siguiente, las muchachas se lavan la cara con esa agua revitalizadora, seguras de conservar la belleza y la juventud.
Noche mágica por excelencia, la noche de San Juan. Noche en la que es posible ver, como en un instante de iluminación, la “flor de agua”; abrir las puertas invisibles y trasladarse al otro lado del espejo; liberarse de los encantamientos; encontrar el amor… Noche para el ensueño y para la purificación evocada por el bautismo en el Jordán. Mañana también mágica, en la que el conde Olinos madruga para dar agua a su caballo en las orillas del mar, y en la que
el infante Arnaldos ve venir una galera y escucha la misteriosa canción de un marinero, poderosa, pero reservada:
“yo no digo mi canción
sino a quien conmigo va”.
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