La delicia de leer

El largo y cálido verano nos regala más tiempo y más luz; es hora de abandonarnos a la delicia de leer. En gran medida, somos lo que leemos. Han cambiado los tiempos, han cambiado las técnicas, pero el libro, tal como lo soñó Gutenberg (como una expansión del conocimiento), mantiene su fuerza y su sentido. Incluso tras la irrupción avasalladora de la galaxia Internet, que, si lo pensamos un poco, no es nada más -y nada menos- que una proyección de la galaxia Gutenberg. Las razones de no leer nunca -o casi nunca- se nos escapan, pues la estadística suele darnos el dato frío, no su razón o su consecuencia. En cualquier caso, desde la experiencia maravillosa que es la lectura, más importante que regalar un libro es regalar la pasión de la lectura. En realidad, regalamos vida. Una vida tan intensa como inagotable.  

 

El placer de la lectura no tiene rival: equivale a un soñar despierto. Pero el libro también nos transforma, nos despierta. Lo dijo Rilke y lo dice también un escritor de nuestro tiempo, E. M. Cioran: «Yo creo que un libro debe ser realmente una herida, debe trastornar la vida del lector de un modo u otro. Mi idea al escribir un libro es despertar a alguien, azotarle…» En realidad, un libro es una proyección invisible de los narradores que han educado, durante miles de años, a la humanidad. En el leer, como en el escuchar, se nos va transmitiendo una antigua sabiduría que, poco a poco, nos va transformando. Los grandes mitos son, en el fondo, narraciones en las que aflora nuestra identidad. Vivimos, en gran parte, de lo que hemos leído o hemos escuchado, y es esa misma energía la que después podemos transmitir. Pero leer no es suficiente: es preciso aprender a leer, es decir a penetrar y a interpretar. Cuando se alcanza ese nivel de comprensión, que implica un diálogo vivo con aquello que se está leyendo, es cuando la lectura adquiere todo su poder. Es el «entender» como «leer dentro». Es el «recuerdo», como lo que vuelve a pasar por el corazón. El libro es el lugar de la memoria. En esa memoria está la experiencia -negativa o positiva- y la clave para interpretarla. El libro guarda entre sus páginas nuestro mejor tesoro: el de la palabra compartida. El libro silencioso nos habla al oído del corazón, en la intimidad verdadera, y en ese diálogo silencioso, el que lee responde y se aclara.  

No es que el libro nos dé todas las respuestas. En realidad, el libro más valioso es el que nos pregunta, el que nos interpela, o el que deja pasar -como un aire puro- el soplo de la realidad y el soplo del misterio. Narrar es, en cierto modo, hacer nuevas todas las cosas. Esa novedad la éramos vivir. Y el lector se convierte, en cierta manera, en cómplice y en creador de esos sueños. Tiene tanto poder el libro que, sin él, no seríamos lo que somos. Cuando la experiencia parece agotada, reverdece en los libros, esos amigos fieles, silenciosos, estimulantes, incansables. Una distribución convencional en el gran teatro del mundo pretende dividir al escritor y al lector. En realidad, escritor y lector acaban siendo intercambiables en la página escrita.  Pues el que lee vuelve a escribir y a recrear esa página como si fuera propia. Sería interesante experimentar, de manera real, esa extraordinaria experiencia: la de un escritor que fuera modificando el texto en la medida en que lo fueran exigiendo sus múltiples lectores. Esa es, en realidad, la función de la lectura: escuchar y reescribir, interpretar una partitura inacabada. Mil lectores suponen mil lecturas. Un libro son mil libros. Y todo lo que puede decirse de ese intercambio creador es que la luz más blanca contiene todos los colores del arco iris.   

Es verano, pero cualquier estación invita al gozo de la lectura: según un antiguo texto chino, no hay mayor placer que leer un libro prohibido junto al fuego, en una noche de invierno, mientras afuera ruge la tempestad…  

 

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