Archivo de la categoría: Poesía budista: De Dōgen a Santōka (Carlos Barbosa Cepeda)

03. Bashō: No hay alguien, por tanto hay alguien

Bashō es heredero de esta vocación poética de expresarse a sí mismo a través del entorno. Y la hereda por dos vías: el budismo chino y el estilo poético de Japón. Reconocido por la posteridad como el primer gran maestro del haiku, era un budista muy devoto. En su primer viaje acompañó a un amigo monje y de hecho se vistió como él: la cabeza rasurada y los hábitos. La apariencia de monje les daba una cierta seguridad en los caminos. Para entonces, la gente del común debía hacer sus viajes entre ciudades a pie y los caminos podían ser muy peligrosos: los ladrones abundaban. Con el tiempo, el gran poeta fue adquiriendo más confianza y continuó sus peregrinajes, de los cuales da testimonio en sus diarios. De ellos, el más célebre es Oku no hosomichi, traducido por primera vez al castellano como Sendas de Oku hace ya un buen tiempo.

En los diarios de viaje, Bashō apela a una prosa concisa y cargada de aire poético para narrar sus aventuras y expresar sus sentimientos. No los oculta. En la prosa va intercalando numerosos haikus. Esto ya sugiere lo que señalábamos al principio: el poeta no aparece habitualmente en ellos, no expresamente. Aun así, en su modo de no aparecer se manifiesta. Este fenómeno también se puede presentar en los haikus que no figuran en sus diarios. Veamos un ejemplo:

やがて死ぬ

気色は見えず

蝉の声

yagate shinu

ki iro wa miezu

semi no koe

Pronta a morir

Sin verse el paisaje

La voz de la cigarra

(Traducción propia)

El primer verso impone un tono dramático: se nos dice que alguien morirá pronto, pero no quién. Súbitamente, el segundo verso cambia el tono remitiéndonos al entorno circundante. Seguramente es un momento oscuro del día porque no se ve el paisaje. El tercer y último verso nos remite a la imagen de una cigarra cantando poderosamente. Ahora sabemos quién morirá.

El poema nos remite, pues, al crepúsculo un día de final de verano, que es cuando las cigarras se oyen en el bosque. No sobrevivirán al comienzo del otoño, que está a la vuelta de la esquina. En ningún momento Bashō dice “yo”, ni explícita ni implícitamente. En ningún momento presenta su personalidad ni sus sentimientos ante nosotros. Aun así, logra expresar su simpatía y pesar hacia la cigarra, seguramente ignorante de la proximidad de su trágico final. A la vez, la pieza puede evocarnos la fascinación del poeta por el esplendor de la vida, tan frágil pero a la vez tan contundente como el canto de la cigarra en un anochecer de final de verano. Así pues, podríamos calificar este haiku como un ejemplo de lo que más tarde Motoori Norinaga denominaría mono no aware, o el “pathos de las cosas”.

En la literatura más temprana del budismo mahāyāna, los sutras de la perfección de la sabiduría (compuestos en India entre los siglos I a.e.c. y IV e.c.) están repletos de fórmulas negativas como “no hay Buda, por tanto hay Buda”. Tan paradójica forma de expresión ayuda a evocar que como todas las cosas surgen en dependencia de causas y condiciones, están sostenidas por todo aquello que no son. El propio ser de la cosa va mucho más allá de ella. A lo mejor algunos haiku, como el que acabamos de comentar, emergen de una profunda apercepción de ese hecho y, a través de ella, se convierten en íntima y profunda expresión de un alguien que no se cree aislado de su entorno, sino todo lo contrario: reconoce su propio ser gracias a su íntima resonancia con el entorno.

02. Dōgen: El entorno enseña

¿Quién soy yo? ¿Qué es todo esto? Como veíamos en la entrada anterior, Dōgen echa mano de una curiosa forma de contestar la primera de estas preguntas: el que pregunta desaparece de la escena y luego vuelve a aparecer a través de la escena. Mejor sería decir que aparece a través del entorno: el entorno nos muestra quiénes somos. Esta no es una idea original de Dōgen: él mismo parece rastrearla muy atrás en la tradición zen china. En general, la idea es que el entorno nos enseña, el entorno predica el Dharma. No es que la realidad de las cosas esté contenida en las enseñanzas budistas, sino que el sentido de las enseñanzas budistas es la realidad concreta y viva de las cosas.

En ningún otro lugar parece más clara esta manera de pensar que en el capítulo “Keisei sanshoku” del Shōbōgenzō, la más extensa y filosóficamente sofisticada obra del maestro Dōgen. El título de dicho capítulo puede traducirse como “La voz del valle y la forma de las montañas”. Allí el maestro asegura que los valles y las montañas predican el Dharma —en general, el entorno predica el Dharma, como ya decíamos—. Para ejemplificarlo, cita algunas historias de la tradición zen, comenzando por la del poeta laica So Tōba (en chino Su Dong Po), quien habría vivido entre 1036 y 1101. Un día, el laico Tōba contemplaba el paisaje e, inspirado por él, escribió así:

Las voces del valle del río son
La ancha y larga lengua [del Buda]
De noche 84 000 versos
Otro día, ¿cómo decírselo a otros? (Shōbōgenzō: The True Dharma-Eye Treasury. Tr. Nishijima Gudo Wafu Nishijima y Chodo Cross. Berkeley, Numata Center for Buddhist Translation and Research, 2009: p. 110; adición de los traductores)

Esta apertura a aprender de las cosas mismas lo que ellas son se extiende a la pregunta por uno mismo, es decir, el “quién soy yo”. Es decir, las diez mil cosas me muestran quién soy yo. Dōgen es claro al respecto en el capítulo “Genjōkōan” de su Shōbōgenzō: “Impulsarnos nosotros mismos a practicar y experimentar la miríada de fenómenos es ilusión. Cuando la miríada de fenómenos activamente nos practica y experimenta a nosotros mismos, ese es el estado de realización” (Ibíd., p. 41). Me parece que detrás de esta aseveración subyace una manera de pensar y de ejercitarse a uno mismo que hace posible lo que después ocurrirá en el haiku de figuras como Bashō o Issa: el individuo aparece en su mismidad en su modo de no aparecer, en su modo de dejar que una cierta escena gane todo el protagonismo. La escena me muestra quién soy. Eso, de hecho, ya lo ponía en práctica el mismo Dōgen. Él empleaba el waka para mostrarnos quién es.

Por ejemplo, en una ocasión escribió:

また見むと

思ひし時の

秋だにも

今宵の月に

ねられやはする

mata minto

omoishi toki no

aki da ni mo

koyoi no tsuki ni

nerareyawasuru

Cuando deseo

verla de nuevo

el otoño

la luna esta noche

me roba el sueño.

(Traducción propia, publicada en “La constitución de la subjetividad desde la interdependencia y los desafíos socioecológicos del siglo XXI: una aproximación desde Dōgen”. Theoría, n.º 41 (2021), p. 162)

Corría el año 1253. Para entonces, Dōgen ya era maestro y se había establecido en su templo, Eiheiji, pero debió viajar a su natal Kioto para buscar tratamiento a una grave enfermedad (que acabaría quitándole la vida no mucho después). El retorno a su patria chica, aunque temporal, le causaba sentimientos encontrados. El poema citado corresponde al momento en que él se encontraba en una cabaña cerca de la ciudad justo para el tiempo de la primera luna de otoño. Una ambigüedad gobierna el poema. ¿Qué es lo que Dōgen desea ver de nuevo: la luna de Kioto —que quizá recuerde con nostalgia—, o la luna de otoño —la última que, probablemente, tendrá ocasión de ver—? A lo mejor ambas cosas. Sentimientos encontrados… Esto se entreteje con el gozo que demuestra el maestro-poeta ante la visión de la luna de otoño. Melancolía y gozo caminan juntas, por paradójico que parezca —y no deja de ser una experiencia muy humana, como bien lo expresan los lusófonos con su saudade.

Es verdad que en el poema recién comentado poema, a diferencia de “El rostro original”, aparece el poeta: en el texto original no dice “yo” en ninguna parte, pero se presupone. Aun así, como es común en el género waka, el “yo” no es la clave de la expresión. ¿Cómo nos muestra Dōgen quién es? A través de la luna de otoño. Ella nos muestra quién nos habla.

01. Dōgen: Quién soy yo

Comienza aquí una serie de pequeñas reflexiones sobre la forma como históricamente el waka y el haiku fueron cultivados por personalidades budistas. Podríamos decir que, como resultado, el haiku clásico acabó muy empapado de la sensibilidad estética budista. Pero nada de eso tiene que ver con proselitismo. El budismo nunca fue una religión proselitista, los monjes no iban de casa en casa cosechando conversos. Sí ofrecían sus servicios (como rituales mágicos y funerarios) y daban enseñanzas a quien las pidiera. Esa es otra historia.

Los motivos de varios monjes budistas japoneses para escribir waka —y luego haiku— obedecieron más bien a sus intentos de expresar su comprensión de la enseñanza (en argot budista, el Dharma). Eso es lo que particularmente la tradición zen (desde sus orígenes en China) exige del discípulo: encontrar su expresión propia, con lo cual demostraría genuina comprensión. No puede quedarse en repetir como un loro sin saber de qué habla ni qué le dice la enseñanza a él mismo. De nada sirve convertirse en mero coleccionista erudito de textos y máximas si no se comprenden en la piel y en la carne, si no vibran desde la médula de los huesos. En fin, con todo esto también estamos diciendo que comprender el Dharma es comprenderse a sí mismo.

De hecho, así se pronunciaba Eihei Dōgen (1200-1253), maestro budista que llevó a Japón la casa Sōtō de la tradición zen. Es un curioso caso, pues en ocasiones instruía a sus discípulos que no se ocuparan de la poesía porque eso les distraería de su desarrollo espiritual. Sin embargo, él mismo compuso numerosas piezas de poesía, tanto de estilo chino como de estilo japonés. Y parece ser que su empleo del waka tendría más adelante un importante efecto en la expresión poética del haiku desde Bashō, cuatro siglos después.

Un lugar interesante para examinar esta faceta de su pensamiento es el poema que él mismo titula “El rostro original”, composición de tipo waka que sigue todas las reglas formales del género, pero al tiempo hace un curioso quiebre.

 

春は花

夏ほととぎす

秋は月

冬雪さえて

冷しかりけり

haru wa hana

natsu hototogisu

aki wa tsuki

fuyu yuki saete

suzushikari keri

Primavera, flores

Verano, el cuco

Otoño, la luna

Invierno, la nieve

es clara y fresca.

(Traducción propia, publicada en “La constitución de la subjetividad desde la interdependencia y los desafíos socioecológicos del siglo XXI: una aproximación desde Dōgen”. Theoría, n.º 41 (2021), p. 159)

“Rostro original” es una figura del zen que quiere decir “el rostro que tenías antes de haber nacido de tu padre y tu madre”. Es una manera de aludir a lo que somos antes de todas las determinaciones y descripciones con las que nos solemos identificar. El budismo zen es una tradición de profundo y radical cuestionamiento de la comprensión intelectual que solemos tener de nosotros mismos y de las cosas. No es que esas descripciones sean inútiles, pero no muestran quiénes somos y qué son las cosas. Pero entonces, ¿quiénes somos realmente? Al intitular el poema del modo que lo hace, Dōgen parece dar su respuesta a la pregunta.

Si es así, ¿por qué alude al paso del tiempo a través de las estaciones? En el poema no aparece el yo por ninguna parte, ni la pregunta “quién soy yo”. Aun así, podríamos afirmar que aparece en su modo de no aparecer. En su comentario sobre esta composición, Steven Heine afirma que una clave de su sentido es el adjetivo suzushi, que normalmente significa “fresco” y aquí describiría la nieve. No obstante, continúa, también se utilizaba típicamente en el género waka para evocar una persona tranquila, serena, capaz de mantener su calma en medio de los ires y venires de la vida (v. Heine, Steven. The Zen Poetry of Dogen. Tuttle, 1997, p. 33).

De manera que en Dōgen se encuentra una curiosa forma de contestar “quién soy yo”: primero desaparece de la escena aquel que pregunta, para luego aparecer. Y el medio a través del cual ocurre esta desaparición-reaparición es el entorno. El entorno nos muestra quiénes somos. Vale la pena detenernos más en este punto en nuestra próxima entrada.