Yuei-Ji, un músico chino del siglo II a. C., definió la música como “la armonía del cielo y de la tierra”, definición que Shiki trasladó literalmente a un haiku referido al día de Año Nuevo. Augurio perfecto para este primer sueño que Borges evoca en su ensayo “La muralla y los libros”:
“La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.” A su manera, Eduardo Chillida lo corroboraba a través de esta anécdota personal: ““Bach es el gran genio de la música, al que nadie le quitará el puesto. Mi afición comenzó cuando me preparaba para estudiar arquitectura en Madrid. Era por la Gran Vía, iba a casa de un profesor y no encontraba el sitio. En una escalera oí la ‘Suite número cuatro para violonchelo solo’. La música venía de algún piso, me quedé ahí clavado, sentado en la escalera, escuchando, y de la clase ya no me acordé más…”
Inmenso es el poder de la música. Con su lira, Orfeo calma a las fieras, enamora a Eurídice y logra bajar al inframundo para rescatarla (aunque la perderá al volverse, desconfiado y ansioso, para ver si le sigue). La música -o la palabra, que al fin y al cabo es vibración- está en los mitos fundacionales de casi todas las culturas: en el “hágase” del Génesis, en la sílaba OM y en el sonido de la flauta de Krishna, que van creando el mundo. También en los rituales iniciático: en los misterios órficos y en los versos áureos de Pitágoras, como liberación y purificación. Hay un yoga del sonido (en Nada yoga), y en la tradición tibetana, el iniciado empieza cantando junto a una cascada y sólo cuando su voz supera el ruido de la cascada empieza el aprendizaje. (Así combatía Demóstenes su tartamudez frente al estruendo de las olas). En el sufismo -que tiene como centro el recuerdo del Amado-, la flauta de caña (ney) que lo añora debe estar hueca, sin “ego”, para recibir el soplo divino. Y en la música sagrada de la India, ciertos tonos convienen al amanecer; otros, al crepúsculo; otros predisponen al amor. Cada una de las seis escalas melódicas (ragas) se corresponde con cierta hora del día o estación del año, y con una deidad que preside y concede ciertas potestades. Se dice que Miyan Tan Seb, músico de la corte de Akbar el Grande, cantó, a instancias del emperador, una “raga” nocturna mientras el sol lucía aún, provocando instantáneamente el oscurecimiento de todo el palacio. Se dice también que este músico era capaz de apagar el fuego por el poder de su canción.
El escritor Shûsaku Endô define al pueblo japonés como “contemplativo, no escolástico”, y quizá por eso la música -con su onda expansiva hacia las artes escénicas- tiene una presencia tan poderosa en su historia, con instrumentos tan emblemáticos como la flauta de bambú (shakuhachi) -vinculada en sus orígenes a la ejercitación espiritual-; el laúd de 3 cuerdas (shamisen) -tan ligado al kabuki y al teatro de muñecas (bunraku)-; el koto -la cítara de 13 cuerdas que la tradición asocia con los ciegos-, o los tambores del teatro noh. En el contexto de ida y vuelta, subrayamos el gigantesco proyecto del Bach Collegium Japan (BC), capitaneado por Masaaki Suzuki, grabando, entre 1995 y 2013, todas la Cantatas de Bach, en una capilla cristiana de la Universidad de Kobe. Y, por supuesto, la pasión por la guitarra y por el flamenco (con un recuerdo a Chie Izumi, que pasó por aquí y lo adoraba como a un dios). Toru Takemitsu y Hozan Yamamoto, supieron fusionar la música japonesa con el jazz y con otros sonidos de Occidente, sin olvidar a Ryuichi Sakamoto, compositor, intérprete, productor y ecologista combativo, que nos dejó en 2023. En el mundo de la música clásica, podemos destacar a la genial y apasionada pianista Mitsuko Uchida y al malogrado director de orquesta Seiji Ozawa, que se refería al ma – término japonés que podría traducirse como pausa, espacio, abertura o intervalo-, aplicándolo a la música: “En Japón hablamos del ma en la música asiática, es decir, de la importancia de las pausas y silencios, pero en la música occidental también existen, y alguien como Gould sabía leerlas y ejecutarlas muy bien.”
Lo diremos una y otra vez. Ajenos o no, la música del mundo nos envuelve en su red luminosa. Quizá no lleguemos al éxtasis de aquel monje que se pasó trescientos años escuchando al pájaro del paraíso, pero vivimos rodeados por el canto de los pájaros que ha inspirado a tantos músicos: a Janequin, a Vivaldi, a Messiaen, al anónimo autor del maravilloso “Cant dels ocells” -con el que Pau Casals coronaba sus recitales-. En una escucha atenta y abierta, no hay repetición, sino una inagotable novedad. Es bien conocida la variedad del canto del ruiseñor, pero la música tradicional de la India logró aislar hasta treinta y dos ritmos distintos en el canto de la alondra… Al comenzar la primavera, podemos ir al campo y asistir a ese espectáculo siempre nuevo, siempre inolvidable: la alondra, iniciando su vuelo nupcial, potente y ondulado, subiendo en vertical hacia la cumbre de los cielos y lanzando allí su trino sostenido, un líquido y vibrante “chir-rup” que se prolonga, durante varios minutos, variando increíblemente la escala cromática, embriagada de luz, enajenada de alegría… Milagro de ida y vuelta: la violinista Len Howard cuenta, en su “Los pájaros y su individualidad”: “Un mirlo cantaba una frase de Bach que pudo haber copiado oyéndomela en el violín. Había en una de las notas un breve trino que le costó en un principio cantarlo claramente, pero después de muchos ejercicios lo logró. Luego empezó a adornar la música de Bach doblando la longitud del trino y añadiendo uno similar a otra nota de la frase. Era un cantor de excepcionales facultades y el resultado fue precioso -un efecto como de flauta-. Durante tres años conservó esta tercera elaborada melodía en su repertorio…”
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