Issa Kobayashi (1762-1827) es otro de los grandes poetas del camino. Quizá el más popular. Y sin duda, el más querido. Hijo de una rica familia campesina, con apenas tres años pierde a su madre y tendrá que soportar muy pronto a una madrastra celosa y desabrida. A los 13 muere la abuela Kanajo, que le había dado educación y cariño, y se ve obligado a abandonar la casa paterna de Kashiwabara y a buscarse la vida en Edo (la actual Tokio). Vivirá penosamente, aprenderá a escribir haiku -rebelándose pronto contra su rigidez formal- y en 1791 emprenderá un peregrinaje de siete años como poeta errante. Por entonces cambiará el nombre juvenil de Yataro por el nombre literario de Issa (“taza de té”). De vuelta a Edo retoma sin demasiado éxito la carrera literaria, y regresa fugazmente a su tierra natal para cuidar a su padre gravemente enfermo. Amargado por disputas de herencia con su hermanastro, finalmente se reconcilia con él, se instala en el pueblo y se casa con Kiku-jo, una mujer veinte años más joven, con quien tendrá cuatro hijos que irán muriendo uno tras otro. (Al perder a la pequeña Sato, escribirá su poema más conmovedor: “Sólo rocío / es el mundo, rocío/ y sin embargo…”). En 1823 muere también Kuku-jo, y ya con sesenta años vuelve a casarse, esta vez con la hija de un samurai, de treinta y ocho años, la relación fracasa, pero Issa -recién recuperado a medias de una parálisis que le deja sin habla- se casa una vez más con Yao, una joven nodriza de origen campesino. Al morir Issa, en noviembre de 1827, aparece en su lecho un poema de adiós – su posible jisei- agradeciendo la nieve que cubre su colcha y que parece bajar también del paraíso. En la primavera siguiente nacerá Yata, una niña de su última esposa. Será la única hija que sobrevivirá al poeta.
En pobreza y en soledad, con una vida jalonada de disgustos y de tragedias, Issa encuentra en el haiku un arma maravillosa de resistencia y de catarsis. Se reconoce, se acepta, habla consigo mismo y dialoga al mismo tiempo con las cosas y con las criaturas, humanizándolas y humanizándose, renovando el haiku -quizá sin pretenderlo- de una manera revolucionaria, con un lenguaje coloquial, directo y sencillo, tierno y lleno de humor. Issa habla por sí mismo -citándose incluso con su propio nombre-, y hace hablar a las cosas, prestándoles un habla, o un gesto, que les permite presentarse, preguntar y responder. Issa le dice al gorrioncillo que deje paso al caballo del gran señor; invita a jugar al gorrión huérfano; anima a la débil rana que lucha; compadece a la pulga porque él también conoce la noche larga y solitaria… Reivindicando la dignidad de cada criatura -con especial predilección por las criaturas más pequeñas, más débiles o más despreciadas-, Issa sintoniza con el budismo zen -que reconoce en cada una de ellas la budeidad intrínseca o posible- y le da a su poesía una dimensión universal. Parafraseando uno de sus haikus más célebres, a la sombra del cerezo florido, nadie es extraño…
En Issa no hay sólo compasión o consuelo. Hay belleza y pasión incondicional por la vida. Todo es efímero como el rocío, sí; y, sin embargo, merece la pena. El poeta disfruta de todo: del gotear de la nieve, de las cacerolas secándose con el deshielo, de la niebla gateando sobre la mesa, de la Vía Láctea que se divisa por la ventana rota, … Todo es interesante: la mariposa que sigue los movimientos del bebé, los pétalos que caen confiadamente, el niño que pide sollozando la luna llena, el mendigo que pasa y se compara con él… Y enlazando con esa percepción tan sutil, el sentido humorístico, tan genuino en el origen del haiku: “¡eh, caracol, / escala el monte Fuji, / pero despacio!”; “¡vamos, lechuza, / pon otra cara! lluvias / de primavera!”, “¡qué decepción!: / las flores, floreciendo; / Buda, dormido…”
Issa, el favorito de la gente sencilla. El más directo, el más universal. Intenso y vivo. Un relámpago deslumbrante cruzando el río pedregoso de la existencia.
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Acompaño una fotografía del sendero donde, paraguas en mano, me interné el pasado sábado por la tarde. Fue en los alrededores del monasterio cisterciense de San Pedro de Cardeña, cerquita de Burgos, donde pasé cuatro días sin teléfono, ordenador, mujer ni familia, disfrutando de la belleza de los salmos con la comunidad monástica y saboreando el silencio en los paseos y en mi celda y las palabras de un par de buenos libros que elegí de la biblioteca del monasterio. En uno de esos paseos bajo la lluvia, pude respirar el aroma a tierra, a podredumbre, a otoño mientras pisaba las hojas derrotadas por el agua caída del cielo. De regreso a la celda, escribí unos diez o doce haikus. Deseché todos a favor del que ahora presento a los lectores de El Rincón. Con él, no sé si transmito la sensación de la fragancia. La fragancia.








