Tan olvidado como intenso, el sentido del olfato remite inmediatamente al paraíso de la niñez, a la vaharada del heno en los prados, al “cirimomo” que despliega su blanca sombrilla sobre las torrenteras, a un huerto con rosas… Las callejas ciegas y los pasadizos que llaman “pozos de luz” crean hondas penumbras de aromas fuertes y contrarios -el orégano, el mosto, el estiércol, el sudor animal, el incienso, la fruta madura-. Un reino fragante y multicolor se despliega a través de una vegetación escalonada, a uno y otro lado del río. Pero en altas sierras frías, aún se expande el perfume dulzón de los piornos dorados en los que anida el pechiazul, y el cervunal acoge la gracia de la genciana amarilla, la flor verde del eléboro blanco de hojas venenosas, el oro del narciso nival o las flores malvas del azafrán serrano…
En el “Genji monogatari” leemos este verso memorable: “¡qué dulce perfume interior tiene el ciruelo que florece pronto!”. La obra maestra de Musaraki Shikibu está impregnada de fragancias: la del propio Genji o la del joven príncipe Niou; la de las cartas de amor escritas en papel intensamente perfumado; las de árboles y flores emblemáticos: ciruelo rojo, sakaki, naranjo tachibana, crisantemo, flor de asagao, áloe, anís estrellado, laurel, azucena, clavel silvestre, glicina, rosa amarilla, orquídea… El haiku es también una suma de fragancias. Budas antiguos y perfume de crisantemos resumen, para Bashô, la belleza de Nara. De noche, la orquídea esconde su blancura en su perfume (Buson) y en el mercado se mezclan los olores bajo la luna de verano (Bonchô). Chiyôni alaba a la flor de ciruelo porque regala su aroma a quien la corta, un aroma que requiere -para sentirlo de verdad- corazón y nariz, como advierte Onitsura. Hay melancolía de “blues” y olor de lilas en la sensibilidad femenina de Katô Chiyoko, y hay olor de orina y de crisantemos en un poema de Issa. Y aquí volvemos a Tanizaki y a su “Elogio de la sombra”:
“Un pabellón de té -escribe- es un lugar encantador, lo admito, pero lo que sí está verdaderamente concebido para la paz del espíritu son los retretes de estilo japonés. Siempre apartados del edificio principal, están emplazados al abrigo de un bosquecillo de donde nos llega un olor a verdor y a musgo; después de haber atravesado para llegar una galería cubierta, agachado en la penumbra, bañado por la suave luz de los shôji y absorto en tus ensoñaciones, al contemplar el espectáculo del jardín que se despliega desde la ventana, experimentas una emoción imposible de describir.”
Habla también Tanizaki de su predilección por el cuenco de laca para tomar la sopa, del “placer de contemplar en sus profundidades oscuras un líquido cuyo color apenas se distingue del color del continente y que se estanca, silencioso, en el fondo… Imposible discernir la naturaleza de lo que hay en las tinieblas del cuenco, pero tu mano percibe una lenta oscilación fluida, una ligera exudación que cubre los bordes del cuenco y que dice que hay un vapor y el perfume que exhala dicho vapor ofrece un sutil anticipo del sabor del líquido antes de que te llene la boca…”
Alguien pregunta qué planta es ésa que nos deja su olor, como un espejismo, y nos abandona precipitadamente, llevándose el secreto. Bashô no pregunta, se abandona a la sensación pura:
aunque no sé
de qué árbol florido,
¡ah, qué fragancia!
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