CONSTRUIR
Feo y sin brillo.
De calores vencido,
viejo geranio.
DECONSTRUIR
Cuando hablo del amor del culto del pueblo japonés por la flor del cerezo (la famosa sakura), que apenas dura dos o tres día en la rama, como encarnación de su amor a la belleza efímera, a menudo la opongo del gusto de los españoles por el geranio, tal vez por sus tonos frecuentemente vivos, intensos, por su fuerza, por la duración de su flor. Pero el calor ardiente de final de julio, vuelve mustia y sin brillo hasta al geranio. Como este en tiesto que hay en la terraza de mi casa y tal vez a muchos les parezca FEO.
Pero yo, torpemente, he deseado capturar la esencia de la voz derrotada, intimar con el aspecto marchito de esta humilde flor.
Capturar esencias e intimar con las cosas. He ahí, para mí, las dos esencias del haiku.
Nos lo recuerda Akiko Yosano, la gran poeta del Midaregami (Pelo alborotado), de 1900, el libro de apasionados tanka con que revolucionó el mundo de la poesía tanka japonesa, como poco antes había hecho Masaoka Shiki en el mundo del haikai.
Estas son sus palabras, que aunque ella las aplicaba al waka, se pueden aplicar al haiku (el subrayado es mío).
«La poesía de Japón posee una forma particularmente breve diferente a cualquier otra del mundo. No solo no acepta una sola palabra o sonido en exceso, sino que busca eliminar las explicaciones tanto como le es posible, de tal manera que la combinación de palabras, limpia y sutil, consigue que flote la esencia de una flor o colorea la niebla de una montaña con el color del sol naciente, dejando que estas imágenes intangibles produzcan un contorno de sentimiento claro y definido. . . .»
Yo he experimentado que, cuando me siento a escribir poesía, mi “amor” se amplía y define. Es más, mi interés por la “belleza” se eleva y enriquece. La maleza y las flores a las que no había prestado atención, las hojas caídas, guijarros y piedras, árboles mustios –en estas cosas descubro líneas y ángulos interesantes, colores, delicadeza y muchos otros tipos de belleza que se me escapan–. Y, entonces, surge en mí un sentimiento de amor hacia esas cosas; siento una intimación con ellas como si pudieran compartir conmigo las penas y alegrías de la vida. Para el ojo frío de la racionalidad, todo esto puede sonar a algo así como una emoción boba, pero la mayoría del tiempo vivimos inmersos en ese tipo de sentimiento, no en la razón».
[de “La mente de un poeta”, en La literatura japonesa en sus textos”, págs. 1158-1159]