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02. Dōgen: El entorno enseña

¿Quién soy yo? ¿Qué es todo esto? Como veíamos en la entrada anterior, Dōgen echa mano de una curiosa forma de contestar la primera de estas preguntas: el que pregunta desaparece de la escena y luego vuelve a aparecer a través de la escena. Mejor sería decir que aparece a través del entorno: el entorno nos muestra quiénes somos. Esta no es una idea original de Dōgen: él mismo parece rastrearla muy atrás en la tradición zen china. En general, la idea es que el entorno nos enseña, el entorno predica el Dharma. No es que la realidad de las cosas esté contenida en las enseñanzas budistas, sino que el sentido de las enseñanzas budistas es la realidad concreta y viva de las cosas.

En ningún otro lugar parece más clara esta manera de pensar que en el capítulo “Keisei sanshoku” del Shōbōgenzō, la más extensa y filosóficamente sofisticada obra del maestro Dōgen. El título de dicho capítulo puede traducirse como “La voz del valle y la forma de las montañas”. Allí el maestro asegura que los valles y las montañas predican el Dharma —en general, el entorno predica el Dharma, como ya decíamos—. Para ejemplificarlo, cita algunas historias de la tradición zen, comenzando por la del poeta laica So Tōba (en chino Su Dong Po), quien habría vivido entre 1036 y 1101. Un día, el laico Tōba contemplaba el paisaje e, inspirado por él, escribió así:

Las voces del valle del río son
La ancha y larga lengua [del Buda]
De noche 84 000 versos
Otro día, ¿cómo decírselo a otros? (Shōbōgenzō: The True Dharma-Eye Treasury. Tr. Nishijima Gudo Wafu Nishijima y Chodo Cross. Berkeley, Numata Center for Buddhist Translation and Research, 2009: p. 110; adición de los traductores)

Esta apertura a aprender de las cosas mismas lo que ellas son se extiende a la pregunta por uno mismo, es decir, el “quién soy yo”. Es decir, las diez mil cosas me muestran quién soy yo. Dōgen es claro al respecto en el capítulo “Genjōkōan” de su Shōbōgenzō: “Impulsarnos nosotros mismos a practicar y experimentar la miríada de fenómenos es ilusión. Cuando la miríada de fenómenos activamente nos practica y experimenta a nosotros mismos, ese es el estado de realización” (Ibíd., p. 41). Me parece que detrás de esta aseveración subyace una manera de pensar y de ejercitarse a uno mismo que hace posible lo que después ocurrirá en el haiku de figuras como Bashō o Issa: el individuo aparece en su mismidad en su modo de no aparecer, en su modo de dejar que una cierta escena gane todo el protagonismo. La escena me muestra quién soy. Eso, de hecho, ya lo ponía en práctica el mismo Dōgen. Él empleaba el waka para mostrarnos quién es.

Por ejemplo, en una ocasión escribió:

また見むと

思ひし時の

秋だにも

今宵の月に

ねられやはする

mata minto

omoishi toki no

aki da ni mo

koyoi no tsuki ni

nerareyawasuru

Cuando deseo

verla de nuevo

el otoño

la luna esta noche

me roba el sueño.

(Traducción propia, publicada en “La constitución de la subjetividad desde la interdependencia y los desafíos socioecológicos del siglo XXI: una aproximación desde Dōgen”. Theoría, n.º 41 (2021), p. 162)

Corría el año 1253. Para entonces, Dōgen ya era maestro y se había establecido en su templo, Eiheiji, pero debió viajar a su natal Kioto para buscar tratamiento a una grave enfermedad (que acabaría quitándole la vida no mucho después). El retorno a su patria chica, aunque temporal, le causaba sentimientos encontrados. El poema citado corresponde al momento en que él se encontraba en una cabaña cerca de la ciudad justo para el tiempo de la primera luna de otoño. Una ambigüedad gobierna el poema. ¿Qué es lo que Dōgen desea ver de nuevo: la luna de Kioto —que quizá recuerde con nostalgia—, o la luna de otoño —la última que, probablemente, tendrá ocasión de ver—? A lo mejor ambas cosas. Sentimientos encontrados… Esto se entreteje con el gozo que demuestra el maestro-poeta ante la visión de la luna de otoño. Melancolía y gozo caminan juntas, por paradójico que parezca —y no deja de ser una experiencia muy humana, como bien lo expresan los lusófonos con su saudade.

Es verdad que en el poema recién comentado poema, a diferencia de “El rostro original”, aparece el poeta: en el texto original no dice “yo” en ninguna parte, pero se presupone. Aun así, como es común en el género waka, el “yo” no es la clave de la expresión. ¿Cómo nos muestra Dōgen quién es? A través de la luna de otoño. Ella nos muestra quién nos habla.

01. Dōgen: Quién soy yo

Comienza aquí una serie de pequeñas reflexiones sobre la forma como históricamente el waka y el haiku fueron cultivados por personalidades budistas. Podríamos decir que, como resultado, el haiku clásico acabó muy empapado de la sensibilidad estética budista. Pero nada de eso tiene que ver con proselitismo. El budismo nunca fue una religión proselitista, los monjes no iban de casa en casa cosechando conversos. Sí ofrecían sus servicios (como rituales mágicos y funerarios) y daban enseñanzas a quien las pidiera. Esa es otra historia.

Los motivos de varios monjes budistas japoneses para escribir waka —y luego haiku— obedecieron más bien a sus intentos de expresar su comprensión de la enseñanza (en argot budista, el Dharma). Eso es lo que particularmente la tradición zen (desde sus orígenes en China) exige del discípulo: encontrar su expresión propia, con lo cual demostraría genuina comprensión. No puede quedarse en repetir como un loro sin saber de qué habla ni qué le dice la enseñanza a él mismo. De nada sirve convertirse en mero coleccionista erudito de textos y máximas si no se comprenden en la piel y en la carne, si no vibran desde la médula de los huesos. En fin, con todo esto también estamos diciendo que comprender el Dharma es comprenderse a sí mismo.

De hecho, así se pronunciaba Eihei Dōgen (1200-1253), maestro budista que llevó a Japón la casa Sōtō de la tradición zen. Es un curioso caso, pues en ocasiones instruía a sus discípulos que no se ocuparan de la poesía porque eso les distraería de su desarrollo espiritual. Sin embargo, él mismo compuso numerosas piezas de poesía, tanto de estilo chino como de estilo japonés. Y parece ser que su empleo del waka tendría más adelante un importante efecto en la expresión poética del haiku desde Bashō, cuatro siglos después.

Un lugar interesante para examinar esta faceta de su pensamiento es el poema que él mismo titula “El rostro original”, composición de tipo waka que sigue todas las reglas formales del género, pero al tiempo hace un curioso quiebre.

 

春は花

夏ほととぎす

秋は月

冬雪さえて

冷しかりけり

haru wa hana

natsu hototogisu

aki wa tsuki

fuyu yuki saete

suzushikari keri

Primavera, flores

Verano, el cuco

Otoño, la luna

Invierno, la nieve

es clara y fresca.

(Traducción propia, publicada en “La constitución de la subjetividad desde la interdependencia y los desafíos socioecológicos del siglo XXI: una aproximación desde Dōgen”. Theoría, n.º 41 (2021), p. 159)

“Rostro original” es una figura del zen que quiere decir “el rostro que tenías antes de haber nacido de tu padre y tu madre”. Es una manera de aludir a lo que somos antes de todas las determinaciones y descripciones con las que nos solemos identificar. El budismo zen es una tradición de profundo y radical cuestionamiento de la comprensión intelectual que solemos tener de nosotros mismos y de las cosas. No es que esas descripciones sean inútiles, pero no muestran quiénes somos y qué son las cosas. Pero entonces, ¿quiénes somos realmente? Al intitular el poema del modo que lo hace, Dōgen parece dar su respuesta a la pregunta.

Si es así, ¿por qué alude al paso del tiempo a través de las estaciones? En el poema no aparece el yo por ninguna parte, ni la pregunta “quién soy yo”. Aun así, podríamos afirmar que aparece en su modo de no aparecer. En su comentario sobre esta composición, Steven Heine afirma que una clave de su sentido es el adjetivo suzushi, que normalmente significa “fresco” y aquí describiría la nieve. No obstante, continúa, también se utilizaba típicamente en el género waka para evocar una persona tranquila, serena, capaz de mantener su calma en medio de los ires y venires de la vida (v. Heine, Steven. The Zen Poetry of Dogen. Tuttle, 1997, p. 33).

De manera que en Dōgen se encuentra una curiosa forma de contestar “quién soy yo”: primero desaparece de la escena aquel que pregunta, para luego aparecer. Y el medio a través del cual ocurre esta desaparición-reaparición es el entorno. El entorno nos muestra quiénes somos. Vale la pena detenernos más en este punto en nuestra próxima entrada.

Caligrafía

Octubre 2024
Primavera
Córdoba, Argentina

Caligrafía

Entre los libros más populares de divulgación de la tradición del haiku japonés, uno de los más interesantes es The Arts of Haiku (2012) de Stephen Addiss. Aunque no es una referencia común en los estudios académicos sobre haiku, el libro de Addiss explora las poéticas de los grandes maestros del haiku a través de sus recorridos biográficos, pero también investiga la relación del haiku con el haiga. El haiga es un estilo de pintura en el que caligrafía y haiku dialogan, según Addiss, en tres patrones. El primero es el retrato del poeta acompañado por uno de sus haikus. El segundo patrón es de apoyo, donde el dibujo ilustra el haiku a través de uno o dos de sus elementos (por ejemplo, un haiku que menciona la luna, acompañado por un dibujo de la luna en alguna parte del papel junto a la caligrafía). Y el tercer patrón, según Addiss, “el más intrigante de todos” (Addis, 2012: 23), es aquel donde la caligrafía y el dibujo no presentan ninguna relación aparente, ya que el dibujo conecta algo que el haiku no puede decir con las palabras para: “añadir más significados tanto al poema como a la imagen, estableciendo una resonancia especial que amplía el rango total de expresión.” (2012: 24). Así los tres elementos del que se combinan en la composición: haiku, caligrafía y pintura se correlacionan para producir un arte verbal-visual único.

            Llegado el caso de Santōka, Addis recoge ciertas anotaciones de los Diarios menciona su relación con la caligrafía:

La actitud de Santōka hacia la poesía y la caligrafía se resumió en su diario al discutir su admiración por la escritura infantil: “Para mí, más que cualquier otra cosa, amo la naturalidad. Odio la habilidad, pero aún más odio la falta de habilidad embellecida”. Esto significa que uno no debe involucrarse demasiado en la técnica, pero también evitar pretender ser amateur. En pocas palabras, la integridad es la cualidad más importante. (Addis, 2012: 398)

Solo, en silencio. Tinta sobre papel decorado tanzaku,
36 x 6 cm. (Addis, 2012: 281)

Hay dos aspectos clave en el estilo de Santōka: uno es la apuesta por la sonoridad del haiku y el corte del verso a partir de su ritmo, lo que incide en el sentido del poema, aportando profundidad en relación con su temática. Es decir, se trata de diferentes pliegues que influyen en la escritura: el sonido, el ritmo, la incidencia de estos con el sentido. Fijémonos en el siguiente haiku:

分け入っても分け入っても青い山
Wake haite mo wake haite mo aoi yama

Entro en lo profundo y más profundo, el verdor de la montaña

 En primer lugar la repetición marca los dos primeros segmentos del haiku. La reduplicación de wake haite mo funciona como un eco en su dimensión sonora, pero también en su dimensión de movimiento continuo que inmediatamente revela el adentramiento hacia la montaña pero, especialmente, hacia su verdor con aoi yama. Paso a paso, adentrándose en las profundidades de la montaña, se solapan el eco de los pasos, el eco del haiku, el verdor de la montaña y el cansancio de un poeta que ya no mira la extensión del camino, sino solo lo que aparece frente a él: el verdor. El contacto entre la visión del poeta y el entorno no tiene distancia: el verde inunda su visión. Y si ese sentido puede percibirse, es por la reduplicación con la que este haiku comienza, introduciendo un eco que, a su vez, corta el verso e incide en la percepción involucrada en este haiku, en la imagen que evoca y en su significado: adentrarse en lo profundo, en el corazón de la montaña, donde todo lo que se ve es verde, constituyendo un verdor abrumador. Como quien se ahoga en el azul del mar, Santōka se ahoga en el verde de la montaña.

En su caligrafía también podemos observar esta incidencia de aspectos estilísticos. Así como la sonoridad de las palabras alimenta la cadencia característica de Santōka, que parece análoga al sonido y a la imagen, en el caso de la caligrafía parece suceder lo mismo. El trazo comienza fuerte y se extingue hacia el final. Visto desde lejos, parecen líneas de humo que se elevan sutilmente y se condensan en la parte superior del papel de tanzaku. Esas líneas se elevan desde la firma del nombre de Santōka, la cima de fuego en la montaña.

Efectivamente, la imaginación introduce esta descripción, pero ¿por qué debería ser cancelada? Sigamos alimentando este espíritu imaginativo, basado en la materialidad escrita que se nos presenta: Santōka escribe, según Addis, solo y en silencio en un papel de tanzaku, esos papeles que se entregan en los templos para pedir deseos a los dioses. Un deseo muy propio de Santōka, la permanencia en la soledad y en la palabra. Aquí el haiku expresa su espíritu implosivo: decir solo para manifestar el silencio. Como el humo que se desvanece, se expresa para evanecerse y volver a ocultarse en el interior de las montañas, como alguien que ve desde el pie de la montaña la figura de un ser querido de quien se ha despedido y lo observa alejarse hasta que su tamaño se disminuye y se pierde en el verdor de las montañas, guiado por el cumplimiento del deseo pedido a los dioses.

 

Bibliografía

Addis, Stephen (2012) The Arts of Haiku. Shambala: Boston & London

Santōka, Taneda (16 de septiembre de 2014) 草木塔 [Pagoda vegetal (selección de haikus)]. Aozora Bunko. Recuperado de: https://www.aozora.gr.jp/cards/000146/files/749_34457.html La traducción es nuestra.

Ceremonia de ikebana en Kioto

Ceremonia de ikebana en Kioto

Roxana Dávila Peña
«mushi»

La persiana por cuya rendija se cuela la luz del sol se mueve suavemente esta mañana. Hoy es un buen día para hacer una pausa y descansar de templos y de santuarios; del movimiento, los sonidos y la conmoción del bellísimo Kioto.

Las cosas toman su tiempo. Hay arreglos de flores que recordaré para siempre.

Hoy Tamao nos invitó a una ceremonia de ikebana.

El ambiente íntimo y profundo de Haranokami Gallery es atemporal. Parece que son la nada y la quietud las que le dan la forma al espacio vacío de la habitación.

Ya descalza, el silencio que hay entre un paso y otro sobre el suelo de tatami me hace pensar en el paso de otros días y un leve olor a juncos me regresa al presente. También el frío.

Las puertas corredizas enrejadas de madera y de papel japonés están de par en par y se puede observar el soleado jardín.

Tamao, sonriente, dobla las piernas sobre el suelo y ya con los empeines sobre la esterilla, lenta y serenamente, casi como rezando con las manos, corta los tallos, las ramas, hojas y flores y los acomoda en el jarrón de vidrio poco a poco cuidando el espacio alrededor de cada uno.

Las hojas rojas que son el reflejo de lo que llamamos vida sugieren el rubor del bosque. Parece que el vacío entre una y otra rama del follaje es lo que compartimos. Tamao procura que cada elemento cuidadosamente elegido, igual que cada hueco, sea el centro del mundo. Conserva su misterio y al mismo tiempo los exhibe por completo con ritmo y armonía.

En contraste con algunas hojas casi marchitas, el agua que resbala en el verdor de las ramas todavía suaves. Algunos tallos apuntan hacia el cielo y otros se doblan hacia la tierra.

Es sorprendente sentir la belleza de octubre dentro de mí contemplando una flor llena de sol y a la vez reflejarme en ese arreglo donde la vida sucede, se extiende y se extingue al mismo tiempo.

agua que se evapora
sobre el crisantemo
recién cortado

La hora violeta

La expresión “entre dos luces” nombra, al mismo tiempo, la magia paralela del amanecer y del anochecer. Es la “hora violeta” o la “hora azul”, que muere cada tarde con la certeza de resucitar cada mañana. En julio de 1985, Peter Brook presentaba en el Festival de Avignon su versión del “Mahabharata”, una experiencia irrepetible que pudimos vivir durante toda una noche -desde el “crepúsculo del cuervo” hasta el “crepúsculo de la paloma”-, en la Carrière de Boulbon, una cantera abandonada, a orillas del Ródano. El alba parece más leve, más ligera. El atardecer, más lento, se resiste a entregarse en los brazos de la noche, enamorado de la gloria del día. Federico García Lorca observa, conmovido, “con qué trabajo tan grande / deja la luz a Granada”. La imaginación popular -que, en la vega granadina, llama “bueyes de agua” a las acequias de riego- ve el crepúsculo extremeño como una “bacasollá” (vaca desollada), metáfora en la que se destila lentamente la sangre de un sacrificio cósmico; o define esos cielos del atardecer como “candilá”, las llamaradas de una hoguera celeste que se transforma luego en “orihohco” -en castellano sería “orifosco”-, combinando tan bellamente la oscuridad y el oro…

    Los pueblos orientales suelen situar al Paraíso al oeste, quizá porque a ese lado del horizonte se despliega cada tarde el sueño más hermoso, la apoteosis de la luz que aviva, en lo más hondo del alma, la nostalgia del origen. Desde allí sopla el viento más profundo, y allí alcanzan su máximo esplendor las “maravillosas nubes” que amaban Baudelaire y Li Tai Po. La imagen del columpio sugiere en la India el ritmo cósmico de la salida y el ocaso del sol, la sucesión de las estaciones, el eterno ciclo de muerte y nacimiento, la relación armónica del cielo y de la tierra, como un eco de la mitología griega, donde las Hespérides son las horas de la tarde. La poesía arabigoandaluza evoca el perfume del alhelí amarillo, que “se despierta de noche, como los bandidos” y lo compara a “un amante bien educado que huye de mañana de su amiga, para acercarse a ella al atardecer” o a “un bebedor que abandona la copa de mañana por discreción y que, cuando viene la noche, se permite vino fresco”. Al anochecer, el nenúfar es “como un rey de Abisinia en una tienda blanca que, apercibiéndose de la oscuridad, cierra la puerta” …

          Bashô, el gran poeta japonés, se pone en camino, un día de otoño, para contemplar la puesta de sol en el santuario de Tenjin; ve un cuervo posado al atardecer sobre una rama seca, mientras se desvanecen los colores; siente el grito de los patos, ligeramente blanco, sobre el mar ya oscuro; adivina una senda que ya sólo recorre el crepúsculo. Otros poetas japoneses registran, en los tres versos esenciales del “haiku”, los infinitos matices de esa hora: el brillo de un murciélago que vuela de sauce en sauce; las sombras moviéndose sobre el biombo; un crisantemo que parece algo más alto; el viento del atardecer ondulando el agua alrededor de la garza; el ocaso de primavera suspendido en un charco…

            La naturaleza reserva para esa hora del atardecer algunas de sus más bellas metamorfosis. A esa hora se abren las gigantescas flores perfumadas de la “Victoria regia” o nenúfar del Amazonas, que es la mayor de las plantas acuáticas (esas flores, que en el crepúsculo son blancas, empiezan a teñirse de púrpura a medianoche, mientras se van cerrando…). Al atardecer se empiezan a fraguar el rocío o la escarcha y se intensifica el canto de los pájaros, ya con un tono más sereno, y las últimas notas del tordo o del mirlo empiezan a convocar a la noche. El dondiego de día cierra sus flores en forma de embudo, el corzo abandona su guarida en el soto y la mosca escorpión, que se alimenta del rocío, celebra sus bodas…

***

Haibun 55

Haibun 55

Nos preparamos para salir pronto, queremos acabar de podar los olivos este mes de febrero que ya acaba. Con las borrascas atlánticas hemos tenido pocos días el cielo limpio de nubes, hoy sin embargo, dicen que hará un magnífico día de sol.
Vamos hacia el camino Bajo los Nuevos. Conforme nos alejamos del pueblo, pueblan la tierra los olivares centenarios a un lado y otro del camino. No paramos de saludar aquí y allá. Estos días la principal ocupación de las gentes del campo es la poda.
Al llegar siempre me embarga la nostalgia. Cuando era pequeña todos los hermanos solíamos venir con mi padre a la recogida de aceitunas. Estos olivos ya pertenecían a mis abuelos y bisabuelos, ahora mantenemos ese espíritu reuniéndonos hermanos y sobrinos para la cosecha.

Me gusta venir a menudo. Observar el cambio de las estaciones, la poda, la floración, el nacimiento del fruto y la maduración son, sin duda, señales del paso del tiempo.

Voy indicando a mi compañero las ramas que hay que cortar para no dañar el árbol como me enseñó mi padre; con los golpes del hacha cortamos las ramas para facilitar la entrada de la luz que mejora la circulación de aire en la copa.

Llega la hora del almuerzo, casi no queda gente. Ahora los labradores disponen de vehículos y se marchan a comer al pueblo, nosotros traemos la comida para disfrutar de este sol de finales de invierno que ya comienza a calentar. Solo el canto de los pájaros y otras aves que sobrevuelan el cielo altera el silencio que reina en el campo.

Sol de mediodía-
El graznido de las grullas
hacia el norte

Encarna Ortiz Serrano
Recas (Toledo) – España

Octubre 2024

CONSTRUIR

En la quietud
Un maíz seco y solo
Raspa sus hojas.

DECONSTRUIR

Tal vez la foto que adjunto de una planta seca de maíz no lo ilustra bien. Por eso lo explico. Quería destacar en ella la soledad y el poder del viento. La sequedad de la planta sí que queda clara. Tomé esta foto hace tres o cuatro días en el pequeño huerto en donde suelo cultivar algo de maíz. Las del maíz son plantas esbeltas y, en el mes de julio y agosto, adquieren un verde muy hermoso que alegra todo mi huerto. Cuando estaba arrancando las plantas del maíz, el otro día, después de haber sacado las mazorcas, me senté un rato para descansar. Quedaba solamente una. Era en mitad de la mañana. No se oía nada. Todo parecía muy tranquilo. Entonces ocurrió. Una ráfaga de viento hizo estremecer ligeramente las hojas de la planta. Fue un sonido áspero, pero suave. Un roce ligero pero que de repente pareció conmover toda la escena a mi alrededor…

    Estos cinco versos son, para mí, un tributo a la música de la naturaleza.

    En este haiku dudé entre rematar el verso final con el verbo “rozar” o con el de “raspar”. Al final me pareció este último con más fuerza acústica, realzada por el fonema gutural de la segunda sílaba de «hojas», la palabra que sigue, con predominio en todo este tercer verso de la vocal “a”. Unos sonidos que rompen la placidez semántica evocada en el primer verso de apenas vocales abiertas como las “as”.

   La naturaleza, sea rural como en este caso, o también urbana nos regala en todo momento muchos sonidos (no hablo de ruidos). Basta quedarse en silencio un momento para sentirlos e incrustarlos en el paisaje. El silencio.

    Cuando, en algún taller de haiku, me preguntan qué hace falta para componer un buen haiku, suelo responder que tres cosas: tener piel, guardar silencio y leer haikus de autores consagrados. Son, en mi humilde opinión, los tres requisitos fundamentales para componer haikus. Con piel me refiero a prestar atención a las sensaciones, no al intelecto, porque el haiku, si es algo, es que es poesía de sensación. Basta tener piel (metáfora de nuestros sentidos) para componerlos. Si perseguimos el silencio interior es fácil ser consciente de nuestras sensaciones: lo que vemos, oímos, percibimos con los otros sentidos. En este haiku he querido también poner de relieve la sensación del tacto evocada por la aspereza del roce de las hojas largas, y quebradizas por su sequedad, de la planta de maíz.

   El tercer requisito es la lectura atenta de poemas de haijines famosos. Por ejemplo, la relación entre planta y viento –¡qué gran agente de haikus es el viento, por cierto!– me hace recordar este haiku de Natsume Sōseki (1868-1914) cuya faceta de haijin ha quedado injustamente eclipsada por su excelencia como novelista:

Sopla el cierzo
Como debe y el pino
No quiere crecer.

  En japonés dice:

Kogarashi no
Fuku beki matsu mo
Haezariki

木枯らしの
吹くべき松の
生えざりき

Fernando Rodríguez Izquierdo, en su versión de Sueño de la libélula (Satori, 2013) donde he encontrado este haiku, lo traduce así:

El pino aquel
Que ha de aguantar el cierzo
Rehúsa crecer.

Incluyo en esta entrega foto de la portada de este librito. Quiero felicitar tanto al profesor Rodríguez Izquierdo como a la editorial Satori por la iniciativa de la serie Maestros del Haiku, ya creo con doce años de existencia, a la que pertenece el mencionado libro. Sus bonitas portadas nos invitan a adentrarnos en sus páginas y degustar los versos de los haijines más famosos. Solo tengo un pero que ponerle a esta serie. Es una crítica constructiva, hecha desde la admiración y cariño al traductor y al editor. ¿Por qué el  profesor Rodríguez Izquierdo (al quien tanto debemos los que amamos la literatura japonesa por su larga trayectoria como traductor desde hace más de cincuenta años y autor de libro de referencia El haiku japonés) nunca menciona la fuente japonesa de sus versiones? Es extraño siendo él académico. Me parece una omisión importante; y tanto más notoria como que después de la breve Introducción, hay una Nota al Texto. Pues bien, tampoco en esta Nota al Texto se dice de qué fuente japonesa proceden los haikus.  Es como si en un billete de tren no se mencionara el lugar de procedencia. El lugar de destino es evidente: el texto en español. ¿Pero el de origen? ¿El texto japonés? Creía que las Notas al Texto o, en su defecto, la página de créditos, estaban para eso, para revelar la fuente desde la que el traductor trabaja. También me parece esto una omisión importante por parte de los editores, responsables del formato editorial del libro (no responsables del contenido del texto, pues de esto es responsable el autor o el traductor), sobre todo teniendo en cuenta el cuidado y mimo que han puesto en la edición.

   Las versiones de “Maestros del haiku”, tan bellamente presentadas y tan prestigiosamente avaladas por tan ilustre traductor, pero con esta carencia me hacen pensar casi sin querer en un viaje con destino pero sin origen. Interesante. Sabemos adónde va el texto de este librito; no sabemos de dónde viene. La ida y la venida.

   ¿Qué es la vida?, le preguntaron una vez a otro famoso haijin Santōka (1882-1940).  Respondió con un haiku:

–¿De dónde vienes?
–No sé. –Dónde vas? –Tampoco sé.
Viento en el rostro.

Siempre el viento. El viento más allá de las anécdotas de las idas y venidas, del accidente de la existencia humana. El mismo viento que un día de fines de septiembre hizo estremecerse un paisaje en calma por el simple roce las hojas secas de una solitaria planta de maíz.

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Septiembre 2024

CONSTRUIR

En el portón
de Fornillos de Aliste
reina una gata.

DECONSTRUIR

Los nombres de lugar poseen belleza. Todos. Una belleza intrínseca. Es la belleza de su singularidad, del poder evocador de sus sílabas, de su fonética única. Como este de Fornillos de Aliste.

    En la tradición poética japonesa había diccionarios de topónimos famosos que los poetas consultaban para usar en sus poemas. Estos nombres de lugar se llamaban uta makura, literalmente “almohadillas poéticas”. Eran lugares mencionados en obras literarias antiguas como el Manyōshuūu o el Kojiki o el Ise monogatari. O, más tarde, lugares, que por haber sido visitados por poetas ilustres, eran fuente de inspiración para viajeros y literatos de épocas posteriores.  La sola mención de tales topónimos confería dignidad literaria al poema.

    En las dos primeras obras mencionadas, los nombres de lugar ­­–también los nombres de las deidades– se escribían con caracteres llamados manyōgana que solo poseían valor fonético, no semántico. (Mientras que el resto del texto estaba escrito en kanjis o sinogramas por su valor semántico.)  Parece que el motivo principal de hacerlo así, de escribirlos en manyōgana,  era para que tales nombres de lugar fueran pronunciados correctamente por los futuros lectores, ya que una incorrección fonética podía provocar la cólera divina, la ira de las deidades de la tierra (los kuni kami) que habitaban en tales lugares. Tal vez fuera ese el origen del prestigio que representaba la mención de un topónimo famoso en la poesía tradicional waka, antepasada del haiku.

   Fornillos de Aliste no es un topónimo famoso, pero como todos los nombres, de persona o de lugar, tiene su dignidad y, como he escrito, su belleza intrínseca. Este nombre identifica a un pueblo zamorano, no lejos de la frontera con Portugal, en el que pasé noche recientemente. Un pueblo que debió conocer cierta prosperidad en la España de economías rurales de hace cien o doscientos años. Hoy, casi deshabitado, es un  punto perdido más de eso que ahora llaman “la España vaciada”.   Testigo de aquel viejo esplendor es la calidad de las piedras bien labradas y nobles, en dintel y jambas, de ese viejo portón, el de la fotografía. Me llamó la atención, en un paseo que di por sus calles al caer la tarde, el contraste entre esas nobles piedras de sillería y la ruinosa puerta que enmarcaban. Y, en segundo lugar, la sabia placidez de una gata sentada al pie de la puerta, a un lado. El ruinoso portón y el eco de grandeza de las piedras eran el reino del felino.  Eso me pareció. Se la veía tan feliz, ahí sentada, observando a quien pasaba y a quien se detuvo a hacerle una fotografía. Cuando volví a la casa rural en donde me alojaba, compuse este haiku:

Gata feliz.
En Fornillos de Aliste,
portón ruinoso.

Pero estos días de mi mensual cita con El Rincón, volví a ver la fotografía. Entonces ya no me gustaba tanto ese haiku. Demasiado evidente. Quise hacer una historia.  Entonces modifiqué los versos. En el nuevo haiku, con que abro esta nueva entrada de CONDES, entronizo a la gata como reina del portón y de Fornillos de Aliste. Y no me pregunte el porqué.

De gatos, el animal que, como el escritor –otro animal, pero pretencioso–, es de espíritu libre, hablo en dos prólogos publicados en libros recientes. Uno para Yo el gato, de Natsume Soseki, publicado por Trotta Editorial hace cuatro o cinco meses. Otro para el divertido relato La gata, el amo y sus mujeres, de Tanizaki, publicado por Satori Editorial este mismo mes.

Tampoco me pregunten por qué es gata y no gato el de este haiku de Fornillos de Aliste. Pero sé que es la reina del ruinoso portón y de este humilde pueblo. Probablemente sea, además, el kami –la divinidad– del lugar.

Acabada la siega, ese silencio

Hay haikus en cuyos versos el silencio es tan sonoro que se oye:

 Escarcha –
Cerca del Moncayo
una estrella fugaz

El haiku tiene un kigo de invierno (“escarcha”), apoyado por elementos de montaña y oscuridad (“Moncayo”, “estrellas”). Hay dos elementos que generan ese silencio del que hablábamos: el frío y la sensación de inmensidad del mundo. En primer lugar, se palpa dicho frío en este haiku nocturno: aletarga la vida de los seres y, al cesar su incesante devenir, la noche se sume en la quietud. En segundo lugar, la amplitud del firmamento nos hace ser conscientes de la grandeza del mundo, tanto desde una perspectiva física como sagrada, y, al mismo tiempo, esa percepción nos empequeñece ante él. Inmersos en la inmensidad del mundo, el silencio que acontece es más sonoro, pues pareciera que hace falta más materia para llenarlo con sus sonidos. La estrella fugaz que cae acentúa esa percepción, porque nace y muere muda: está tan lejos, tan en los confines, que habla mediante el silencio inherente a la inmensidad.

En este otro, también vemos que el frío actúa como agente coadyuvante a ese silencio:

Silencio.
La escarchilla
en los agapantos

Como mencionábamos, el frío evoca inconscientemente quietud, la bajada de temperaturas hace que los seres hayan de guardar energía: el frío propicia el descanso y la inmovilidad. Esa quietud se muestra justamente en la ausencia de movimiento, del ruido de las acciones cotidianas; en definitiva, el sonido natural del frío es la calma de la quietud. Sin embargo, no es el frío lo que genera el silencio del que se hace eco el haiku: solamente lo amplifica. Este haiku da cuenta del silencio previo al comienzo, de cuando aún no ha amanecido, del silencio del sueño; de cuando todo está en calma porque no ha llegado aún el alba con que comenzar un nuevo día. En ese instante de quietud se regocija la haijin, que tiene la suerte de vivir esa estampa mágica. Remata el haiku el choque entre la dureza de la escarcha y la suavidad de los pétalos, generado por el frío.

Tormenta en primavera.
El silencio
de la casa vacía

Contrasta en este haiku la disonancia de sonidos. El repiqueteo incesante de la tormenta choca de manera frontal con la ausencia de sonido de la casa vacía. Es justo ese contraste la chispa que detona el aware de este haiku. En contraposición a los haikus anteriores, el silencio parece algo más absorbente: el ruido de la tormenta queda amortiguado y el silencio de lo abandonado se impone en una atronadora soledad.

A veces es el propio silencio, sin necesidad de contraste alguno, el que genera el aware:

Robles viejos –
El silencio
de la hondonada

Este haiku respira sacralidad por todos sus versos: celebra la vida y la antigüedad de esos robles viejos situados en una hondonada. Esta última palabra contribuye a ese silencio: lo que allí hay está tan lejos, y, de tan inaccesible que resulta, es pretérito. La quietud de lo vetusto es la única reinante de aquella zona olvidada a la que nada llega. Y el haijin, que probablemente viva en un entorno donde el silencio no es la tónica sonora, se asombra justamente de escuchar lo que no suena: ese silencio en un hoyo donde hay árboles provectos. Quizá este silencio particular, que alberga un aire de respeto hacia lo antiguo, tenga alguna nota en común con el silencio de la inmensidad.

Surcos de paja;
acabada la siega,
ese silencio

La banda sonora del fin es el silencio. En este haiku, la mano ejecutora trabaja segando el campo, al son de las hoces, y acaba su trabajo. La tarea finaliza, los labradores se retiran, y el campo queda en silencio, privado del sonido de la siega y de los jornaleros que realizaban el trabajo. La construcción de ablativo absoluto pone en primer plano ese silencio final que sucede a la acción: la haijin focaliza mediante la fuerza de la sintaxis todo su aware en él. En definitiva, un haiku de asuntos humanos que alude al ciclo de la vida, cuyos interludios entre una etapa y otra suenan a la melodía del silencio.

(Los haikus seleccionados pertenecen, en orden de aparición, a Gorka Arellano, Mary Vidal, MÁvalos, Gorka Arellano y Encarna).

Muerte voluntaria

Septiembre 2024
Invierno – primavera
Córdoba, Argentina

Muerte voluntaria

生死の中の雪ふりしきる

Seishi no naka yuki furishi kiru

En la vida y la muerte nieva sin cesar

 

Este haiku de Santōka está precedido por una cita del Shushōgi: “Iluminar la vida, iluminar la muerte es uno de los principios más importantes del budismo”. Una cita que desbarata el ser para la muerte existencialista que conocemos tan bien en nuestra formación filosófica de base. Porque para el budismo, esa preparación para la muerte piensa menos esa muerte dignificada que en algo que podríamos explicar como una vida-muerta: la impermanencia de las cosas, la flor desprendida para condecorar un ikebana o las hojas de otoño al dispararse tienen la misma vitalidad que el brote de bambú o el volumen del grito de las chicharras en verano.

Tal vez me arriesgue mucho al afirmar que Santōka no quería morirse. Creo que deseaba intensamente la muerte pero le temía, o tal vez, se le burlaba. Para los últimos años de Meiji, el valor simbólico del suicidio seguía la estela del harakiri, aunque había dejado de lado su aspecto ético para enfatizar su aspecto estético. En La muerte voluntaria en Japón, Maurice Pinguet explica que, en los primeros años del siglo XX, la filosofía pesimista y el decadentismo se combinaron novelescamente en los jóvenes poetas japoneses, quienes se sentían seducidos por la aventura de la libertad en términos de la negación del vivir. Para los japoneses, hasta el modo de morir es una prueba de vitalidad. En la más profunda soledad, ciertos lugares como bosques, ríos y volcanes se vuelven prestigiosos, donde la muerte parece menos difícil: “uno se siente allí rodeado de presencias fraternales, el oscuro camino ha sido abierto” (2017: 375).

El haiku anterior da cuenta de esa gracia (en el doble sentido de la palabra) de vivir en la muerte y morir en la vida. Para Santōka, vivo o muerto, da igual. O bien podemos hacer otra interpretación teniendo en cuenta el haiku de Santōka que pareciera decir que no hay que tomarse la vida tan en serio. Santōka, poeta que no permanecía en ningún circuito literario, en tiempos en que el estilo libre todavía no era del todo legítimo en el mundo del haiku, decidió viajar a pie menos para reivindicar la tradición del hajiri que por falta de opciones, tal vez. ¿Puede un poeta pobre decidir morir? Y aún más, ¿puede un alcohólico anónimo en la montaña decidir morir hermosamente en el oscuro camino abierto lleno de muertos?

Paisajes de maleza

Durante la enfermedad: cinco versos

 

死んでしまへば雑草雨ふる

shindeshimaheba zassōu furu

Una vez que haya muerto lloverá sobre la maleza

 

死をまへに涼しい風

shi wo ma e ni suzushii kaze

Ante la muerte, sopla la brisa fresca

 

風鈴の鳴るさへ死のしのびよる

fūrin no narusa e shi no shinobiyoru

 Sigilosa, la muerte se anuncia en el viento entre los fūrin

 

おもひおくことはないゆふべの芋の葉ひらひら

Omohi oku koto wa nai yuube no imo no ha hirahira

Sin nada que pensar: las hojas de las batatas se ondulan mientras anochece

 

傷が癒えゆく秋めいた風となって吹く

kizu ga ieyuku akimeita kaze to natte fuku

Sopla el viento de otoño sanando las heridas

.

El paisaje debe convertirse en un resplandor. Así como el sonido se convierte en voz, la forma se convierte en figura, el olor se convierte en fragancia y el color se convierte en luz.

Yo no soy más que una existencia similar a la de una mala hierba, y con eso estoy satisfecho. Las malas hierbas, siendo malas hierbas, crecen, florecen, dan fruto y, cuando se marchitan, eso está bien.

Aunque a veces estoy claro y otras veces estoy turbio, ya sea claro o turbio, para mí, no hay duda de que cada verso es un desprendimiento de cuerpo y mente.

En este año, siento que he envejecido diez años (como si en diez años solo hubiera envejecido un año). Y no puedo evitar sentir que con la vejez vienen aún más confusiones. Al mirar atrás, solo puedo sentir vergüenza por la fragilidad de mi corazón y la pobreza de mis versos.

20 de diciembre de 1935
Recorriendo un largo camino.

Bibliografía

Pinguet, Maurice (2017) La muerte voluntaria en Japón. Adriana Hidalgo: Buenos Aires.

Santōka, Taneda (16 de septiembre de 2014) 草木塔 [Pagoda vegetal (selección de haikus)]. Aozora Bunko. Recuperado de: https://www.aozora.gr.jp/cards/000146/files/749_34457.html La traducción es nuestra.

Revista de haikus