Archivo de la etiqueta: Haikus

Noviembre 2021

La libélula,
incapaz de posarse en la punta
de la hoja de hierba.

– Matsuo Bashô
(Trad. Vicente Haya)

«15. Tratar a todos los seres vivientes con respeto y consideración.
a. Prevenir la crueldad contra los animales que se mantengan en las sociedades humanas y protegerlos del sufrimiento.

16. Promover una cultura de tolerancia, no violencia y paz.
a. Alentar y apoyar la comprensión mutua, la solidaridad y la cooperación entre todos los pueblos tanto dentro como entre las naciones.
f. Reconocer que la paz es la integridad creada por relaciones correctas con uno mismo, otras personas, otras culturas, otras formas de vida, la Tierra y con el todo más grande, del cual somos parte».

(de la Carta de la Tierra)

Octubre 2021

CONSTRUIR

En la pileta
Lengüetea  la gata.
Cae la tarde.

DECONSTRUIR

Acompaño una fotografía de la gata Sally dando lametazos al agua del recipiente que hay sobre la mesa del patio de mi casa. Era a esa hora en que la tarde cae y pierde brillo el sol de final de verano. Una tarde estremecida, de repente, por las pequeñas ondas concéntrica de la pileta en forma de flor de loto desatadas por la lengua sedienta de Sally. Un descubrimiento que me sacudió mientras estaba sentado a la mesa hace dos o tres semanas.

   Me pareció que estos tres versos ilustran ese, ¿sexto, séptimo?, principio del arte de composición del haiku según Matsuo Basho que desde hace varios meses vengo comentando, uno a uno, en este foro siguiendo la interpretación de Makoto Ueda. El mes pasado hablé de la resonancia, del eco que produce un buen haiku. El mes que viene, tocará el principio de la fragancia. Hoy toca el del reflejo.

     Este principio yo lo interpreto en un doble sentido. Primero, conforme afirma Ueda,  como el reflejo observado en la segunda parte del poema del enunciado de la primera. Es decir, la segunda parte es la correspondencia fiel de la primera mitad, tan fiel como la imagen representada en un espejo es el resultado de la forma expuesta ante la bruñida superficie del mismo. Pero, misterio del haiku, no es una correspondencia cronológica. En el universo poético del haiku el tiempo está disuelto en un mar en el cual no hay comienzo ni final, en el pozo insondable del no tiempo donde se ahoga sin remedio toda concepción humana del mismo.  ¿Qué ocurre antes: la sucesión de lametazos de Sally o mi conciencia de la caída de la tarde? Ni lo sé, ni me interesa saberlo. Sí que sé que cuando la gata bebe de la pileta, la tarde se desmorona. Es decir, el desmoronamiento de la tarde es el reflejo del acto de beber del felino. Podría invertir el orden de los versos y escribir:

Cae la tarde.
Lengüetea la gata
en la pileta,

En este caso las lametadas de Sally son el resultado, el reflejo, de la caída de la tarde. La sucesión cronológica y la lógica hechas añicos. El mundo del haiku.

    Pero el concepto de reflejo del haiku también, a mi entender modesto, posee otra dimensión, una vertiente, menos filosófica (si filosófico ha podido parecer el anterior razonamiento), una vertiente sinestésica. Me refiero al valor semántico que contiene el término “reflejo”: un valor visual. En este poema, se observa claramente –aunque mejor a través de la fotografía adjuntada que de la lectura del haiku– en la relación directa entre el acto de lamer la superficie del agua y la tarde. Esta, la tarde, se hallaba reflejada apaciblemente en el espejo de la pequeña superficie del agua. Pero tal reflejo ha sido perturbado por la intromisión inesperada de la lengua de Sally. Las ondas concéntricas, visibles en la fotografía a pesar de su estado borroso, son la prueba. El elemento de visualidad, por tanto, con o sin documento gráfico, está presente en estos versos.

    El haiku japonés es rico en visualidad, a veces en forma de color, otras veces en forma de un sutil brillo agazapado en sombras, como el fulgor débil de las estrellas en una noche sin luna. En el haiku, el lector “ve cosas”. Recordemos el famoso de la rana del viejo estanque de Basho. Sin mencionarlas, también en él hay ondas concéntricas causadas por el salto de rana. El lector las “ve”.

    En los siguientes dos poemas igualmente podemos “ver” reflejos, colores, brillos. Uno es el famoso de Rensetsu (1654-1707) sobre la sandía cuyo opulento color rojo, aunque no se mencione –o tal vez por eso– casi deslumbra.

Mi hitotsu  o
moteatsukaeru
suika kana

Capaz solita
de cuidarse a sí misma,
¡ah, la sandía!

Otro, más sutil, es este de Issa  (1763-1828):

 Yabukage mo
tsuki sae seseba
wagaya kana

 Aun bajo los árboles,
mi casa, cuando la luna brilla,
es mi casa.

Podrá ser una casa a la que en todo el día no llega el sol por estar a la umbría de árboles, pero con el fulgor suave de la luna, se convierte en la casa de Issa, en la humilde vivienda de un poeta, de un mago de la realidad capaz de hacernos ver reflejos.

Octubre 2021

Ya está la abuelita
hablándole a los peces de colores
en el idioma de su pueblo.

– Niño japonés de 11 años
(Trad. Vicente Haya)
(Gracias a Elías Rovira)

«12. Defender el derecho de todos, sin discriminación, a un entorno natural y social que apoye la dignidad humana, la salud física y el bienestar espiritual, con especial atención a los derechos de los pueblos indígenas y las minorías.
a. Eliminar la discriminación en todas sus formas, tales como aquellas basadas en la raza, el color, el género, la orientación sexual, la religión, el idioma y el origen nacional, étnico o social.
b. Afirmar el derecho de los pueblos indígenas a su espiritualidad, conocimientos, tierras y recursos y a sus prácticas vinculadas a un modo de vida sostenible.
c. Honrar y apoyar a los jóvenes de nuestras comunidades, habilitándolos para que ejerzan su papel esencial en la creación de sociedades sostenibles.
d. Proteger y restaurar lugares de importancia que tengan un significado cultural y espiritual».

(de la Carta de la Tierra)

Octubre 2021

Este mes abordaremos un bello haiku de otoño, inspirado en un waka del período Heian.

El Ise monogatari es considerado el primer “uta monogatari”, es decir, una antología poética cuya contextualización venía escrita en prosa. Aunque durante mucho tiempo se le atribuyó a Ariwara no Narihira (825-880) debido a su contenido, análisis posteriores, tanto lingüísticos como socio biográficos, concluyeron que, si bien parte del texto es de su autoría, hay también escritos pertenecientes a otros autores. Por esta razón es considerada en la actualidad una obra anónima.

En la sección 29, con motivo de su reencuentro con un antiguo amor, escribe el protagonista, durante una fiesta en un jardín, el siguiente poema:

花にあかぬなげきはいつもせしかどもけふの今宵に似る時はなし

hana ni aka nugeki wa itsumo seshika domo kefu no ima yohi ni niru toki wa nashi

nunca suficientes flores, ni tiempo para contemplarlas, pero como esta noche no hay otra

El autor siente que en esa noche, más que ninguna otra, se percibe el lamento de no poder observar eternamente las flores.

Este poema aparece también compilado en el segundo rollo de primavera del Shin Kokin Wakashuu, la octava antología imperial, bajo la autoría de Ariwara no Narihira.

El poema de Bashou aparece en el compilatorio Zoku renju de su maestro Kitamura Kigin, poeta y clasicista de principios del período Edo. El haiku se considera parte de una serie de 10 que Bashou compuso en la zona de Iga Ueno cuando tenía entre 18 y 29 años de edad.

けふの今宵寝る時もなき月見哉

kefu no koyohi neru toki mo naki tsukimi kana

hoy de nuevo sin tiempo para dormir contemplando la luna

Si bien podemos apreciar la luna durante todo el año, ya desde tiempos del Manyoushuu primera antología de poesía autóctona japonesa (año 759)― se consideraba un tópico de otoño  que provocaba sentimientos de melancolía.

Es interesante que al tomar el último verso del poema de Narihira y agregarle el “tsukimi” o contemplación de la luna, Bashou lo mueve de estación, de primavera a otoño. Pero sin importar la estación que sea, así como Narihira quería contemplar las flores por siempre, nosotros podemos disfrutar eternamente de la poesía japonesa.

Septiembre 2021

CONSTRUIR

Rasca el asfalto
en mitad de la noche
una hoja seca.

DECONSTRUIR

Lo compuse la otra noche (concretamente la madrugada del 24 de agosto) al sentir el sonido áspero de algunas hojas secas, de esas que cansadas del calor al final del verano, deciden desprenderse de la rama y caer prematuramente para disolverse en la naturaleza, empujadas por alguna suave ráfaga de viento. Me conmovió su sonido, rasposo, misterioso, obstinado, que agrandaba el misterio de la noche. Y no perdí tiempo en encender la luz de la mesita de noche y pergeñar por escrito la impresión que a la mañana siguiente ordené en forma de haiku. En realidad, la hoja u hojas no rascaban el asfalto –esta es una palabra urbana– sino el suelo empedrado de la parte de atrás de mi casa de campo. Escribir, sin embargo, “empedrado” me parecía un término poco adecuado y sentía que rompía el ritmo; esa sílaba de “dra” no me gustaba nada. A riesgo, pues, de no ser fiel a la experiencia vivida, elegí el de “asfalto” que, además, me daba las cinco sílabas del primer verso.  Las mentiras de los poetas.

   Pero de lo que yo deseaba escribir en la entrega de este mes es acerca de un principio más, el sexto, de la lista de cualidades a las que, según el ideario de Matsuo Bashō, debe ajustarse el haiku.  El pasado mes fue el de inspiración poética. Hoy, toca el de resonancia o eco. Este principio, junto con el de fragancia y reflejo, son los tres que más contribuyen a hacer del haiku una verdadera poesía de la sensación, en oposición a la poesía del sentimiento o del intelecto, más favorecida por la tradición poética occidental. Los tres principios, esencialmente impresionistas,  hicieron las delicias de los poetas simbolistas y, poco después, de los modernistas de Europa y América Latina cuando, deslumbrados, descubrieron el haiku allá a fines del siglo XIX y comienzos del XX.

   La resonancia es la capacidad del haiku de crear un eco, de sugerir un sonido. Este efecto sinestésico tiene una larga tradición, creo, en muchas tradiciones poéticas del mundo. Pensemos solo en los versos tan musicales de Rubén Darío. Dicen que Virgilio se distinguía por la musicalidad de sus versos. Lo que tiene de especial la resonancia del haiku es, por un lado, su protagonismo en un poema de diecisiete sílabas; por otro, la mágica capacidad para sugerirle al oído la ausencia del sonido, el silencio.  El célebre haiku del salto de la rana de Bashō a mí personalmente me impacta no tanto por la acústica de su tercer verso (“ruido de agua”, mizu no oto), sino por el silencio que preludia el repentino salto de la rana en el viejo estanque, así como por las reverberaciones acústicas –también visuales en la superficie del agua– del sonido que lentamente va cesando hasta recuperarse el profundo silencio inicial.

    Voy a incluir tres haikus espigados de la antología de R. H. Blyth que me han parecido maravillosos por incluir en su brevedad este principio de la resonancia. Por ejemplo, este de Santōka:

Mizuoto to                                              Acompañado

Issho ni sato e                                        del sonido del agua,

Orite kite                                                 bajé a la aldea.

¡Qué sencillez de poema, y qué buena compañía la del poeta!

Los otros dos son de Buson. El primero también tiene como escena la noche, esa mágica bóveda que amplifica cualquier sonido.

Yomosugara                                 Toda la noche    

Oto naki ame ya                          sin un sonido, excepto

Tane dawara                                la lluvia en la paja

“Paja” es la traducción libre de los sacos de la cáscara del arroz que los campesinos dejaban en los arrozales al final del verano.

O este magnífico de un ciervo en un día lluvioso:

Mi tabi naite                                   Baló tres veces

Kikoezu narinu                              y ya no se le oyó más,    

Ame no shika                                 al ciervo en la lluvia.

Dice Makoto Ueda que la resonancia se presenta cuando el ánimo del poema se encuentra más activo, inquieto, mientras que la cualidad de fragancia –de la que escribiré en mi próxima entrega– tiene como objeto una atmósfera en profundo sosiego. No hay, pues, contradicción entre ambos principios. De hecho, el ruido de la hoja seca no me hubiera llamado la atención de no haber sido por la calma profunda de esa noche de agosto.

 

Septiembre 2021

Rompen las olas
contra el acantilado.
Sol de poniente.


Se pone el sol.
Varadas en la arena
las posidonias.
 

Arribazones
de posidonias. De improviso
salta un pez.


Banco de peces.
Ribeteada de espuma
la orilla.

Corre en la orilla
un cangrejo a esconderse
entre las rocas.

 En el pedrero
una estrella de mar.
Sube la marea.

Pleamar.
Escarban en la arena
las gaviotas.

Llega de la isla
el graznar de las gaviotas.
Olor a jazmín.

Huele a jazmín
en la calle que da al mar.
Luna casi llena.

Reflejos de luna
en las olas. Entrechocar
de guijarros.

Playa de chinarro.
Surca un velero
la mar en calma.

Mar sin olas.
El vaivén de las algas
bajo los destellos.