CONSTRUIR
Un banco viejo
Donde nadie se sienta.
Chicharras verdes
DECONSTRUIR
Este poema me lo inspiró la visión, la semana pasada, de un rústico banco –apenas un madero para sentarse– debajo de un árbol, al lado de un camino en el sur de Gales. Todo tan verde, tan verde que hasta el canto de las chicharras parecía tener este color, a un hora de la mañana de bastante calor, ese calor húmedo que hay en el norte de Europa ciertos días de verano.
Antes de llegar a la versión que ofrezco a la amable paciencia de los lectores de El Rincón, escribí otros dos o tres haikus inspirados por la misma visión. Fueron estos:
(1)
Banco vacío
Al borde de un camino.
Chicharras verdes.
O este otro:
(2)
Banco vacío
De un día de verano.
Cantan chicharras.
O este:
(3)
Un viejo banco
Al lado de un árbol.
Cantan chicharras.
Y algún otro más. Lo que impresionó mi retina de haijin al ver este banco decrépito fue la soledad. Esta sensación quise transmitirla con el adjetivo de “vacío” de los dos haikus de prueba (el 1 y el 2). Pero quería enfatizar aún más la desolación del lugar, por eso prefería destacarla por medio de todo un verso: el segundo que dice Donde nadie se sienta. El haiku de prueba número 1 lo deseché porque en la foto que acompaño a esta entrega no se aprecia bien el camino: un camino debe ser un poco o mucho largo, o verse como tal, pero la foto no recoge bien esta cualidad de largo del camino. El haiku de prueba número 2 lo deseché también porque va en contra de uno de los principios fundamentales –al menos en mi humilde opinión– del haiku que es la economía de medios. Diecisiete sílabas no deben permitir la repetición de conceptos. Y en la prueba número 2 los términos de “verano” y “chicharras” (estos simpáticos y ruidosos insectos que oímos cuando hace calor) solapan sus respectivos campos sémicos: de hecho la cigarra, los famosos semi en los haikus japoneses, es un kigo común de la estación estival. Así que desechado también. En cuando al haiku de prueba número 3, pues tampoco me gustó mucho, aunque tal vez sea superior a los otro dos, porque introduce la imagen del árbol, una imagen que, por un lado, se superpone ligeramente a la de las chicharras porque estos bichitos suelen cantar en los árboles; y por otro, porque la imagen del árbol le roba, por así decir, protagonismo a la sensación principal del poema que, para mí, era la soledad, la soledad del lugar, la soledad pavorosa del haijin. Así por eliminación de alternativas me quedé con la versión que encabeza este artículo:
Un banco viejo
Donde nadie se sienta.
Chicharras verdes.
Como verso final, podía haber escrito, como hice en las versiones 2 y 3, “Cantan chicharras”, pero me pareció que el adjetivo de “verde” aportaba un cromatismo muy sugerente, sugerente del árbol bajo el cual estaba el protagonista del haiku –un banco– y sugerente tanto del entorno de un verdor lujuriante como de la estación del año. “Verde”, pues, igual que “chicharra”, obraba como una especie de kigo, esa palabra alusiva a la estación del año en el haiku canónico japonés, la cual, como creo haber comentado en otra entrega a El Rincón, es un atávico vestigio del venerable kotodama –el alma (o la fuerza sobrenatural, mágica) de la palabra– perseguido en las edades preliterarias de Japón.
Poner de relieve la soledad del paisaje es un viejo topos del haiku japonés. El maestro Bashō (1677-1694) poseía un genio natural para abordar este tema. Es famoso su haiku (creo que aparece en Sendas de Oku):
Este camino
Que ni un solo hombre anda.
Tarde de otoño.
En estos prodigiosos tres versos, Bashō se sirve del camino como protagonista, tal vez porque él era un enamorado del camino. Yo, en cambio, me valgo de un rústico y viejo banco. Aunque, admito, en la versión 1 me dejé arrastrar por la seducción que, también yo, siento por la imagen del camino.
Octavio Paz recreó ese haiku de Bashō dándole un giro muy “occidental” en el tercer verso. Esta fue su versión:
Este camino
Ya nadie lo recorre
Salvo el crepúsculo.
Es una versión magnífica y libre –como debe ser toda recreación poética– la del poeta mexicano, en la que este se inventa un “agente” de la acción de recorrer: el crepúsculo. No hay tal cosa en la versión japonesa. ¡Qué irresistible resulta para los occidentales la tentación de buscar agentes y sujetos y hacedores! En la cosmovisión japonesa, ni en general para la mentalidad tradicional japonesa, el énfasis no está en quién crea o hace las cosas, sino en el estado resultante, en las cosas “sono mama”, tal como son, por emplear un término de la filosofía japonesa moderna. En el Génesis, el modelo sintáctico de “Yahvé crea….” esto y lo otro ha marcado nuestra visión y comprensión del mundo. En el Kojiki (el libro más antiguo conservado de Japón, la Biblia en cierto modo para el pueblo japonés), que moldea la mentalidad japonesa, el mundo surge espontáneamente, sin agentes, ni creadores.
En el haiku de Basho, la tarde o el crepúsculo otoñal, aki no kure, es simplemente un testigo o un marco inactivo de la soledad del camino, de la soledad radical del poeta. No es agente como escribe el gran poeta mexicano.
Pero la grandeza del traductor consiste precisamente en inventarse un nuevo poema. Y Octavio Paz lo consigue espléndidamente.
-.-