Kumano magaibutsu

月今よひ古郷に似ざる山もなし

tsuki koyoi kokyô ni nizaru yama mo nashi

 

luna de agosto…

no hay montaña que no se parezca

a las de mi tierra natal

                                                             Issa Kobayashi

Extendí la mano hasta casi tocarla… pero no me atreví. Una soga de paja de arroz trenzada rodea el tronco del cedro. Es enorme este tronco, este árbol, que apunta al cielo, recto, como el trazo de una flecha. Los zigzags de papel blanco y las gavillas que cuelgan de esa trenza parecen llevar allí siglos. Imposible. Shimenawa, así se llaman estas cuerdas rituales que señalan lo sagrado en el shintoismo.

Creo recordar que leí en alguna parte que representaban la tormenta. Las nubes que se entrelazan y los rayos en zigzag, la lluvia como gavillas que se abren hacia la tierra. A pesar del sol de esta tarde imagino esa pequeña tormenta que abraza al cedro, al bosque. Y al sendero.

De los torii que jalonan el sendero empinado cuelgan también shimenawa. Asciende estrecho y empinado montaña arriba, convirtiéndose, deshaciéndose, poco a poco en pedruscos de tamaño considerable. Qué calor…

El silencio que nace del cansancio y el silencio hijo del sobrecogimiento se han juntado aquí arriba, en mí, en lo que me rodea. De la roca emergen dos rostros enormes de buda. Se mostraron de pronto, al otro lado de los árboles, más allá del sendero.

Aunque su serena presencia es montaña tienen nombre. Fudô Myôô y Dainichi Nyorai, de ocho metros y casi siete respectivamente.

Buda. Roca. Montaña. Bosque. Otro silencio, de la presencia, brota de la misma montaña, lleno, claro, y se une al mío, a todos los silencios, como las ramas al tronco de los altos cedros.

Casi es tierra un viejo recipiente medio destruido por el tiempo y la lluvia lejana. Algunas monedas a su alrededor parecen surgir, o desaparecer, también en la tierra.

Arriba, entre los árboles, un santuario shinto. Algunas estatuas de jizô en diferentes estados de erosión y varias ishi-tôrô, esas linternas de piedra que parecen tener ojos y sombrero.

Qué silencio. Y eso que los insectos no dejan de estar, y que mi corazón aún no se ha aquietado tras la subida.

Joe, si no fuese tan estúpidamente tímido, miedoso, llamaría a los kami. Con un par de palmadas frente al santuario, y agitaría la cuerda con energía para hacer sonar los cascabeles gigantes… y cerraría los ojos.

Estoy solo en lo alto de la montaña y solamente junto las manos.

“Me gustaría que mi corazón saliera de la roca”. Pienso de repente, digo sin más. Muy bajito.

Los haces de luz caen como lluvia entre los cedros enormes. Las raíces zigzaguean brillantes a la luz del sol, apareciendo y desapareciendo de la tierra que huele a tierra.

Un silencio transparente que emana de la montaña lo penetra todo. Entrelazándose blanco con el estar de los insectos y alrededor de los árboles, y en el aire y en la luz.

Si llamara ahora, si llamara ahora con energía y silencio ¿vendrían aquí los kami? Los kodama de los árboles, los iwakura de las piedras. ¿Vendría el kami de mi corazón?

La serena quietud de la montaña emerge de ella misma y muestra su faz. Los dos rostros buscan la luz del sol en esta tarde que ya pasa. Los ojos entornados miran sin mirar algo que está más allá del bosque, al otro lado del silencio. Con la sonrisa tranquila de un niño pequeño que vuelve a casa.

¿Salir de la montaña? ¿Volver a ella?

Joe cómo cuestan a veces las cosas… decirlas… Subir montañas, bajarlas. Atreverse a tocar la tormenta.