Decíamos que el poema de la rana era el mito fundador del haiku, además de ser un texto sencillo y difícil de asimilar. Como se verá, esta serie es una peregrinación, una romería en espiral hacia esas tierras hondas de una poesía que fascina a quien se adentra en ella.
Al terminar los estudios de bachillerato, algunos compañeros nos seguimos frecuentando. Como distracción intentamos el juego del haikai, le tomamos gusto. Eran japonerías y exotismos en los que Aziyadé se codeaba con Madama Crisantemo, y las katanas brillaban entre velos azules del Sahara. Uno de los compañeros, Arcángelo, nos dijo que, si nos agradaba el haikai, deberíamos jugarlo rigorosamente. Tomé en serio sus palabras. Consiguió libros acerca de Japón, entre ellos, el de Gómez Carrillo y, el que fue nuestro guía: La literatura japonesa de D. Keene, un breve volumen que acrecentó nuestra amistad y acabó por convertirnos en “los conjurados del Breviario”, ya que, por cuestiones de estudios o trabajo, dejamos de ver a los demás camaradas.
Donald Keene, en efecto, nos daba las bases de lo que era el haikai, empezando por el nombre. Desde 1956, en que se publicó su libro en castellano, aparece denominado como haiku. Nosotros preferíamos llamarlo, según la costumbre, haikai. -Las ideas novedosas tardan en abrirse paso, afirma Robert H. March, aunque no lo notábamos en aquel entonces-. D. Keene compara el haiku con el teatro Nô, el cual representa solamente los momentos culminantes del drama de una manera que sugiere lo demás, aparte de tener, también, dos elementos en su estructura. La pieza central de esa composición era la palabra eje que, por su doble sentido, permitía dos lecturas diferentes. No todos los haikus tenían esa complejidad, algunos eran sencillos, aunque, como el de la rana, eran de una difícil sencillez.
Visitamos al Maestro Muñoz Cota, quien nos contó una anécdota, incluida más tarde en su ensayo Fernando el Magnífico. Fernando de la Llave era un poeta que, por vivir al extremo la vida bohemia, dejó de escribir poemas. Cuando sus amigos le preguntaron el motivo por el cual ya no los escribía, contestó: “Ustedes escriben poesía. Yo vivo en poesía”. Y nos dijo que Fernando era ese personaje que habíamos visto en el café Kiko’s.
Mientras caminábamos de regreso, nos detuvimos frente a un álamo blanco agitado por el viento. Tenía como fondo la luz del ocaso, sus hojas mostraban el envés. Arcángelo hizo memoria:
El compromiso:
mañana, Cuernavaca;
hoy, lumbre al puro.
Esas eran las líneas que nos había leído aquel anciano de gorra madrileña. No, no parecían ser un poema, eran haikai.
Si el legendario Fernando ya no escribía poesía, ¿por qué hacía haikai?
El haikai es un poema que no parece poema. Luego, entonces, Arcángelo arriesgó la conclusión: es una poesía nada poética.
Nos despedimos sonriendo y glosando a Kant:
Cese el haikusear mientras no se contesten las siguientes preguntas:
¿Qué es el haiku?, ¿qué quiso decir Bashô en el poema de la rana?, ¿por qué hay haiku lírico y haiku no poético?
Nos volvimos a encontrar seis años después, en la década de los setenta. Éramos adultos jóvenes, y celebrábamos la edición de Sendas de Oku. Compartimos la lectura de varios pasajes, nos extrañaba que Octavio Paz no le diera importancia a la técnica del kakekotoba. Más extrañeza nos causó que el Maestro Fernando Rodríguez Izquierdo, en la ya clásica obra El haiku japonés. Historia y traducción, aunque mencionaba los juegos de palabras y daba ejemplos de su uso, se refiriera a la palabra eje, el doble sentido, sin utilizar el nombre que, para nosotros, era la piedra clave del haiku: kakekotoba. Sin embargo, fue un consuelo enterarnos que, al menos uno, como dicen los lógicos, empleara dicha técnica en la composición de sus haikus. “Los conjurados del Breviario”, una minoría poética, estábamos representados en la industria editorial gracias a los haikais con palabra pivote de José María González de Mendoza “El Abate”.
A principios de los ochenta dejamos de vernos. Mi amigo conoció a una afrocosteña, Tomaza, así, con zeta española. Le pasó lo que a Fernando el Magnífico: vivir en poesía. Sus lecturas eran Sedar Senghor, Aimé Cesaire, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Gonzalo Aguirre Beltrán. Aguirre Beltrán, cuya investigación etnohistórica culminó con el descubrimiento de la presencia africana en todo México y, algo más: que los llamados criollos de la Nueva España, los hijos de españoles nacidos en América, debido a la escasa inmigración de mujeres españolas, eran productos de mezcla, sus madres eran descendientes de los primeros habitantes de América o africanas. Para rematar, unos antiguos compañeros del Taller de oratoria lo invitaron a las campañas electorales. Tuvimos poca comunicación, no había celulares, las cartas tardaban en llegar. Hasta el segundo milenio tuvimos noticia el uno del otro, gracias a las webs. Nos reconocimos por el estilo, mas, no logramos reunirnos antes de la primera década.
Una mañana de octubre, durante los festejos de la Patria chica, en la plazuela, nos señalamos a la vez y exclamamos a coro: ¿eres tú? Después de la sorpresa y las efusiones, me enteré de que fue a la costa, -anhelaba ser el Lorca de los afrocosteños-; antes de las campañas hubo un incidente, se puso de parte del bando de su Dulcinea. Tenía una colección de haiku, fue prologada, pero se canceló su envío a la imprenta. Se consolaba repitiendo un aforismo: Enmendar por el fuego, privilegio de los inéditos.
Varias mariposas revoloteaban entre la gente. La niña de unos conocidos atrapó una espejitos y la acercó a sus ojos para ver a través de las alas trasparentes. Sonreímos. Arcán me dijo: el haikai no hokku es como las alas de esa mariposa, nos da el marco para contemplar lo que el haijin contempló.
Recordamos los 70, la historia de Hirô Onoda, el soldado japonés que estuvo oculto en la selva durante treinta años sin rendirse porque no se había enterado del fin de la guerra; recordamos, asimismo, el haiku en su honor:
Feria de la caña,
en la gallera
el más bravo es el giro
Opiné: tiene kigo y kakekotoba. Es un haiku de felicitación.
Por Diógenes, contestó, no pulas mi vanidad. Siento que es uno de esos poemas que le causaban remordimiento a Bashô.
Comentamos las novedades del siglo: que la historia del haiku en México debe tener en cuenta las webs, sobre todo la de Asfalto Mojado y el grupo de mexicanos formado por Israel López Balán, el director, Carmen Millán “Camila”, Susana Dorantes y el compañero que firmaba como “Z”. El magisterio del nuevo niponólogo, que la doble lectura era cosa de los primeros orientalistas, y el haiku tiene su propio desarrollo. En fin, que, en cierta forma estuvimos, como Onoda, ocultos en una selva.
He aquí el canto del cisne de nuestro viejo estilo:
en la alameda
un anciano leyendo –
crujir de hojas de haya
La amistad se reanudó. En nuestras charlas llegamos a la conclusión de que en México hubo dos vertientes de haikai, la de Tablada y la de su amigo El Abate; los dos José; José Juan, el lírico modernista, y José María, el cultor de la palabra pivote. Nosotros, sin saberlo, seguíamos la tendencia minoritaria de González de Mendoza. Si la corriente de José Juan Tablada puede considerarse como un acercamiento a Sokán y Moritake, la de El Abate se acercaba a Sôin y Teitoku. Ambas, prebashônianas, centradas en figuras retóricas. Y que no había nada como la sencillez del haiku de la rana, del cual se puede decir:
shitodo ni nurete
kore wa michi-shirube no ichi
(Santôka)
Empapada del todo,
ésta es la piedra de hito del camino.
(Trad. Antonio Cabezas)