El cerezo nos regala belleza, nos regala vida. “Imán de los sentidos” –recordando a Calderón-, el cerezo es luz, armonía, fragancia, alimento y abrazo. Si Herodoto llamó a Egipto “don del Nilo”, podemos decir que el Valle del Jerte ha llegado a ser el “don del cerezo”. Se cree que fueron los árabes quienes bautizaron al río y al valle como “Xerit” o “Xerete” –con el doble significado de aguas cristalinas y paraje angosto- y quienes implantaron o perfeccionaron el cultivo del cerezo. Todo es bello en el árbol: el raso gris de la corteza, el satén deslumbrante y delicado de las flores, la forma y el color del fruto, las hojas verdes del verano, sus tonos ocres y leonados en la melancolía del otoño…
El cerezo es un mundo: junto al frutal originario del Asia Menor, que nos brinda, en sus múltiples variedades, la “perla roja” –que aquí, en el Valle del Jerte, alcanza su máxima calidad reconocida-, se despliega el cerezo ornamental, nacido en el corazón de Asia y reimplantado en China y en Japón. Los remotos antepasados del Neolítico ya conocían y disfrutaban de los frutos del cerezo salvaje. Las primeras referencias de cultivo se remontan a la Grecia clásica, y los romanos cultivaban más de diez variedades, entre ellas la afamada cereza de Lusitania, probable antecesora de la nuestra. Según cuenta Plinio, fue Lúculo, general romano, quien importó algunas variedades de cerezo desde la colonia griega de Kerassos, ubicada en la costa del Mar Negro, tras combatir contra Mitrídates, rey del Ponto, a finales del siglo I a. C. Ahí podría estar también el origen de la palabra “cerezo” (del griego “kerassos”, que habría derivado en el latín “cerasus”).
En la cultura japonesa, la flor del cerezo –asociada con el ruiseñor, uguisu– llegó a imponerse como símbolo de belleza y de afirmación nacional frente a la cultura china, simbolizada por la flor del ciruelo. Hoy como ayer –en una larga persistencia popular y culta- las flores por excelencia, hana, son las del cerezo, sakura, que resumen, al mismo tiempo, toda la primavera, como recordaba Dogen, poeta y monje del siglo XIII: “En primavera, las flores de cerezo; en verano, el cuco; en otoño, la luna llena; en invierno, la nieve límpida y fría; si la mente está serena, ésa es la estación más feliz del año”. En la estética japonesa, “nieve, luna y flores” forman la “trinidad de la belleza” que sigue el paso de las estaciones y representa la totalidad de la naturaleza y de los sentimientos humanos. Ryôkan (1758-1831) lo expresó maravillosamente en su “poema final”:
«¿cuál será mi legado?
las flores de la primavera
el cuco en las montañas
las hojas del otoño”.
No hay nada más bello ni más frágil. La flor del cerezo nos recuerda, en su fugacidad, que, aunque estamos de paso, debemos valorar cada instante y aprender a morir bellamente. Por eso simboliza el honor del guerrero o samurai: porque cae antes de perder su integridad, y porque encarna las cualidades esenciales del ideal caballeresco: pureza, lealtad, honestidad y valor. El samurai se parece a la flor del cerezo, presta a morir al primer soplo de la brisa matinal. Cada primavera, desde el siglo VIII, los japoneses celebran el festival de hanami (“contemplar las flores”), cuando los cerezos ornamentales despliegan su floración rosada. Una leyenda dice que la flor del cerezo japonés es, en origen, blanca –como la nuestra-, pero que toma esa tonalidad rosa de la sangre de los antepasados que yacen bajo el árbol… La celebración del hanami reúne, en comunión gozosa, a nativos y a forasteros, tal como dice un célebre haiku de Issa:
“bajo la sombra
del cerezo florido,
nadie es extraño”.
La gente suele llevarse una esterilla –que se llama gozâ– y, a la sombra de los cerezos en flor, se bebe sake (vino de arroz), se canta y se baila., en una fiesta que se prolonga hasta muy tarde con la contemplación de los “cerezos de noche”. Todo el país sigue con expectación los partes meteorológicos que anuncian, con varios días de antelación, el acontecimiento, y se disponen trenes especiales, los “trenes de las flores”, para visitar los parajes más célebres. Los primeros cerezos florecen, en enero, en las islas de Okinawa (al sur), y los últimos, en mayo, en la isla de Hokkaido (al norte). Son muy populares los hanami de Kyoto, Tokio y Yokohama, pero el más famoso es el del monte Yoshino, en la región de Nara, donde unos cien mil cerezos, agrupados en masas discontinuas, florecen hacia el 10 o el 15 de abril. Se dice que los primeros cerezos fueron plantados en Yoshino por el sacerdote budista Enno Ozunu (a finales del siglo VII), poniéndolos bajo la protección de Zaô Gongen, divinidad de la montaña, que representa la fuerza y la cólera contra el espíritu del mal. Otra leyenda habla de la diosa de la primavera, cuyo espíritu habría tomado posesión de un cerezo que habría hecho descender del cielo.
En la pintura clásica coreana aparece con frecuencia el tema de las “cuatro plantas nobles”: la flor de cerezo, la orquídea, el crisantemo y el bambú, pero el cerezo tiene también una larga e intensa simbología en Europa. Bajo su sombra bailan las hadas eslavas y los duendes nórdicos, en una ambigua danza de protección o de amenaza; sus flores representan el incesante ciclo del vivir, el morir y el renacer, y el árbol mismo entra de lleno en la “leyenda dorada”: floreciendo o reverdeciendo a destiempo, quemándose en el solsticio invernal para fortalecer al sol o para asegurar la fertilidad, dando nombre a numerosas advocaciones marianas… El “tiempo de las cerezas” evoca la primavera, pero es también el título de una canción alegre y subversiva que alentó a los revolucionarios de la Comuna de París.
En el imaginario colectivo, el cerezo –consagrado a Venus- favorece el amor, permite expresar los tres deseos de los cuentos y adivinar el futuro, protege a las personas y a los bienes, modula los sueños con diversa fortuna… También aquí, en el Valle del Jerte, protagoniza la “enramá” de la noche mágica de San Juan y el caudal de las coplas:
“A tu puerta puse un guindo,
y a tu ventana, un cerezo,
por cada guinda, un abrazo
por cada cereza, un beso.”
La cereza es el “fruto del paraíso” que se sugiere en algunas obras del arte cristiano medieval, pero es, directamente, el alimento prodigioso –entre la necesidad y la gula- que remite a la niñez, al robo furtivo, a la libertad de los campos. Rica en potasio y en vitaminas A y C, baja en calorías, la cereza despliega sus poderes con adjetivos rotundos: diurética, refrescante, astringente, reconstituyente, antirreumática, cardiotónica, cicatrizante… En sí misma, o en sus conexiones naturales con el árbol que la regala, participa en el “agua de vida” -ese aguardiente insuperable de 42 grados- y aviva la imaginación gastronómica en toda su gama. Y aquí, precisamente aquí, contamos con las mejores cerezas del mundo, ésas que han merecido el sello de denominación de origen: la “navalinda” con rabo, y las cuatro picotas que son como los cuatro ases de la baraja: la “ambrunés”, la “pico negro”, la “pico limón negro” y la “pico colorado”.
El cerezo requiere aire, altura, frescor: todo un ideal de vida. Un millón de cerezos aguardan al viajero en el Valle del Jerte. Uno solo sería suficiente para la felicidad. A finales del siglo XII, el poeta japonés Saigyô –que tanto amó este árbol- se despedía del mundo con este deseo:
Quiero morir
bajo los cerezos floridos
en este mes primaveral
cuando sea luna llena.
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