Berreras* de San Vicente.
Un casucho cubierto
por enredaderas
*estanques sembrados de berro
casi verde
sobre la hoja seca del plátano
una lagartija
Berreras* de San Vicente.
Un casucho cubierto
por enredaderas
*estanques sembrados de berro
casi verde
sobre la hoja seca del plátano
una lagartija
若草に根をわすれたる柳かな
wakakusa ni ne o wasuretaru yanagi kana
La joven hierba
oculta la raíz;
¡el sauce!
Blyth comenta sobre este poema (Spring, p.284) que “no se trata tanto de una personificación del sauce, sino de la proclamación del avance de la primavera. Las hojas y las ramas del sauce crecen incontrolablemente, crecen las hierbas tiernas. Lo que en invierno era raíz, ahora son hojas; lo que era campo yermo y hierbas muertas ahora se forma la maleza verde y amarillenta”.
La mente japonesa, “difusa” en palabras de V.Haya, es de carácter relacional (los seres y objetos guardan un vínculo, una causa-efecto)… está “especialmente capacitada para sentir como un todo las miríadas de impresiones sueltas que se dan alrededor nuestra (V.Haya, El espacio interior del haiku, págs. 33 y 34)”. Por el contrario, la mente occidental se concentra en un punto específico sin atender con tanta predilección al resto de las premisas.
La materia que ha estado en las diversas estaciones es el sauce: la raíz soporta el frío invierno, desnuda, a la intemperie; las hierbas salvajes de la primavera crecen a su alrededor, de forma azarosa, ofreciendo un manto que parece cicatrizar las heridas del árbol. Por ello, se prefiere la traducción anterior.
En este comienzo de la primavera brotan las primeras hierbas: jóvenes, frescas, que aportan verdor al suelo, cubren la tierra tras el gélido invierno y su manto blanquecino.
Las hierbas y las hojas cubren y ocultan, casi todo. Vemos cómo aparecen las “hierbas de la primavera” en otros hokkus (haikus) de Buson:
我 帰る道いく筋ぞ はる春の草
waga kaeru michi ikusuji zo haru no kusa
En mi regreso
cuántos caminos hay-
la hierba de la primavera *.
*Intromisión del haijin en el poema con el uso de “waga”, que significa “yo, a mí”.
草霞み 水に声なき 日暮かな
kusa kasumi mizu ni koe naki higure kan
Las hierbas en la bruma,
el silencio del agua,
atardecer.
También las hojas cubren el suelo. El kigo que vamos a comentar, wakaba, se compone del adjetivo “wakai” (joven) y “ba” (hoja). Así Buson escribe:
不二ひとつうずみ残して若葉かな
fuji hitotsu uzumi nokoshite wakaba kana
Tan sólo el monte Fuji
sin cubrir-
las primeras hojas.
El hielo se derrite, el agua corre en torrentes cristalinos y ruidosos. Buson nos lo muestra:
おちこちに 瀧の音聞く若葉かな
ochi kochi ni taki no oto kiku wakaba kana
Aquí y allí
el sonido de la cascada-
primeras hojas.
Y el poeta nos recuerda cómo lo antiguo y lo nuevo se funden (la piedra y las nuevas hojas):
絶頂の城たのもしき若葉かな
zetchô no shiro tanomoshiki wakaba kana
Un confortante castillo
sobre la cima de la montaña;
las jóvenes hojas.
O cómo la vida vuelve a los valles verdosos:
蛇を切って 渡る谷間の若葉かな
Ja o kitte wataru tanima no wakaba kana
Muerta la serpiente
atravieso el valle-
primeras hojas.
谷路行く人は小さき若葉かな
Tani-ji yuku hito wa chiisaki wakaba kana
Atravesando la senda del valle
la gente parece pequeña,
primeras hojas.
若葉して水白く麦黄みたり
Wakaba shite mizu shiroku mugi kibami tari.
Las jóvenes hojas,
el agua blanquecina,
el trigo amarillento *.
*Literalmente: el trigo se dirige hacia el color amarillento (kibami tari).
Ahora en el mundo hay más silencio. Quizás sea el tiempo de escuchar la música callada en la que otros antes de ti y de mí desaparecieron, como el vuelo de un ruiseñor en el cielo:
Silencioso
y elegante el vuelo
del ruiseñor[1].
Aprender a no dejar nada, a no llenar nada; aprender a sentir, sin más, la existencia, con todo su propósito y misterio. Podemos estar recibiendo la mayor lección de silencio que nuestra raza pueda albergar:
Todo el día
en silencio se sienta
un viejo santo[2].
Una hora, una mañana, un día… El camino siempre ha estado aquí y seguirá, tal cual es, porque no necesita de nada para existir y es el marco de todo lo que ya es. Es el vuelo de un ruiseñor y es un viejo santo sentado. Es una profundidad insondable, más allá de cualquiera de estas insustanciales palabras:
Ahí, en el aliento silencioso, es donde vive el alma[3].
Sintamos la música callada que está siendo tocada por todo cuanto existe, en este preciso momento, en este preciso lugar. Esta extraña quietud obligada quizás pueda otorgarnos un don:
Tu vida del pasado fue un frenético
huir del silencio.
Ahora está saliendo
la silente luna llena[4].
Ánimo y mucha fuerza para todos mis amigos de El Rincón del Haiku en este trance tan difícil.
Viento.
[1] “Haiku probable de Busón”, en palabras de Kodo Sawaki, en El Zen es la mayor patraña de todos los tiempos.
[2] “Haiku de Shiki”, extraído de Kodo Sawaki, en El Zen es la mayor patraña de todos los tiempos.
[3] “¿Bastan estas palabras?”, de Rumi.
[4] “Quietud”, de Rumi.
Conocí a Edward Levinson en 2018 durante la presentación de la revista Tokyo Poetry Journal, en su número 5 dedicado a Japón y los poetas beatniks. En dicha presentación Edward leyó en voz alta algunos poemas del poeta andante y activista ambiental Nanao Sakaki (1923-2008). Recuerdo que al finalizar el evento me acerqué a él para preguntarle si había conocido al poeta Nanao. Aquella vez Edward me regaló su libro Moments in the light (2017) de fotografías tomadas con la técnica de la cámara estenopeica (pinhole camera). Un año después nos volvimos a encontrar en una lectura de poesía en las afueras de la Universidad de Chiba. Entonces pudimos conversar un poco más y supe que Edward vivía en dicha prefectura y que además escribía haikus y mantenía un jardín-huerta, actividades que combina con la fotografía y los viajes. Durante el invierno comencé a leer su libro Susurros de la tierra. Visiones de Japón (Whisper of the Land. Visions of Japan, 2014) y el libro de haikus y fotografías Globo en llamas (Balloon on Fire, 2019).
Edward, cuyo nombre de haikuísta es Edo 恵道 (Camino de bendiciones), es fotógrafo, ensayista, agricultor y poeta nacido en Richmond, Virginia con más de cuarenta años residiendo en Japón. Desde 1979 vive en Japón y ha publicado libros en japonés e inglés, entre ellos el ya mencionado libro de ensayos Susurros de la Tierra; también participa como coautor junto a Shizuka Tsuruta, ensayista japonesa, activista vegetariana y esposa, de publicaciones como Mother Earth Kitchen (1990). Su obra fotográfica y fílmica, enfocada en Japón ha ganado varios premios fotográficos y cinematográficos. Actualmente vive en Kamogawa, en una zona rural de la península de Chiba, cultivando la tierra, la fotografía, la poesía y la meditación, actividades que se entrelazan en su trabajo y en sus reflexiones.
Susurros de la tierra es un compendio de visiones sobre Japón, escrito de manera amena y generosa, pues su claridad y ligereza manan de la sinceridad del corazón del autor quien ha encontrado su camino artístico, ecológico y espiritual en la tierra japonesa. En los hilos de una suerte de memoria autobiográfica se entrelazan diversas anécdotas, reflexiones, haikus y fotografías que dan forma a un ensayo sobre la cultura japonesa no basado en explotar los clichés culturales, sino en una observación atenta, paciente y lenta, guiada por la sensibilidad artística y el cultivo de la tierra. A lo largo de sus 22 capítulos y epílogo Edward narra la historia de lo que llama poéticamente su trasplante personal de los Estados Unidos a Japón y el largo proceso de arraigo espiritual a las tierras niponas. Se trata de un libro generoso que expone sus aprendizajes e iniciaciones con sentido de humor y reflexión autocrítica, y que revela al lector el entretejido de la vida cotidiana japonesa ligada a la tierra y cómo ésta puede convertirse en un camino espiritual y poético en tiempos modernos y globalizados. Además, el libro incluye un interesante glosario de palabras y expresiones japonesas y un prefacio del compositor Kitaro que es un reconocimiento fraterno a un corazón abierto que se ha nutrido de Japón, su territorio y sus habitantes.
Para quienes nos aproximamos espiritual y poéticamente a Japón desde otras latitudes y lenguas, Susurros de la tierra es como un libro mapa, que anticipa algunas lecciones y pruebas a la vez que afirma ciertas intuiciones. El libro enseña que el largo y a veces duro proceso de comprender y asimilar otra cultura puede llevarnos a la reconciliación con el origen propio y el territorio que hemos de llamar hogar. Desde un punto de vista ecopoético, aquí encontramos rastros, pistas y horizontes para explorar las sendas de la identidad artística ecológica. Enfocándome en este sentido, me parece que el libro responde a dos preguntas: cómo es el camino ecológico y espiritual de enraizar a un tejido de cultura-naturaleza tan polifacético como el japonés, y qué aportes tiene el haiku al desarrollo y trabajo de una identidad ecológica trasplantada.
Para introducirnos a esta poética del trasplante, la metáfora que utiliza Edward es la de nemawashi (根回しliteralmente ir alrededor de las raíces), una palabra retomada de la jardinería y el mundo de los negocios japonés. En la jardinería, nemawashi significa a la preparación que se hace entorno a las raíces de un árbol que será removido y trasladado. En procedimiento consiste en cavar un surco alrededor de la base del árbol cortando las raíces laterales para dejar al árbol tan sólo sujeto de unas cuantas raíces. Siguiendo esta metáfora se puede decir que la existencia humana que se trasplanta ha de cortar con varias de sus ataduras previas, y que trasplantarse significa llegar a una nueva tierra en un estado de renuncia y cierta fragilidad. El libro de Edward enseña que, sólo venciendo las propias ilusiones y prejuicios y practicando una apertura de los sentidos al territorio, a las personas y al amor, el corazón comienza a profundizar sus nuevas raíces. Ecopoéticamente hablando, trasplantarse a una tierra, a un terruño, es un ejercicio que va mucho más allá de sólo cambiar de lugar o asentarse en nuevos espacios. Entrar a la tierra significa abrirse de corazón y avanzar frentes a las pruebas en nuestro trabajo.
La poética del trasplante tiene un sentido trasnacional y transcultural, que se basa en la maleabilidad del corazón y la regeneración de la vida, pues hemos de dejar que la tierra y sus personas nos comiencen a modelar, hasta ser lo que somos por origen, pero nutridos por la memoria y la visión del otro. También supone una ética del don, pues otorga una función a la posesión de ese curioso saber que atraviesa idiomas y culturas. En palabras de Edo, volverse una única y especial mezcla de tés para “regresar el favor recibido y tratar de servir el té propio a los otros, eso es aquello que en mí se ha tornado de un ligero verdor”. Desde un punto de vista ecológico, trasplantarse es sólo el principio de un proceso de regeneración, sanación, crecimiento y fructificación de la identidad propia para retornar nuestro trabajo al hogar común, al vecindario y a la Madre Tierra. De manera opuesta a la ética colonizadora, la ética del trasplante busca la regeneración de uno como camino a la paz y la convivencia.
Como lo confiesa el autor, la búsqueda y la propia ignorancia también son parte del camino. Edward comenzó ese camino a Japón como una excursión para visitar al maestro Masanobu Fukuoka (1913-2008), biólogo, renovador de la agricultura tradicional, filósofo de la permacultura y maestro budista autor de La Revolución de una Brizna de Paja. Ese viaje que sería para visitar la granja de Fukuoka en la isla de Shikoku, a través de una red de amigos, a la larga se convirtió en un deambular por Japón y en una prueba espiritual que lo llevo “de vagabundo a jardinero, de maestro de meditación y maestro de inglés a fotógrafo y escritor”.
En cada uno de estos trayectos de vida narrados en el libro, Edward nos va descubriendo su lugar llamado hogar en Japón. Evitando el esencialismo, se enfoca en las interrelaciones entre sus actores: la solidaridad, la obligación, la imitación, la comunión, el juego. Edward hace un recuento de esas relaciones, y las extiende para convertir también en sujetos del territorio japonés el clima, las plantas, los animales, las ciudades, los suburbios y el campo. Algunos de estos capítulos tienen nombres como: La meditación de la mañana; Tierra con alma (soil with soul); El árbol de navidad Hermano; Seleccionando la brizna de paja; En el campo de arroz; Componiendo la composta; Caminando lo dicho (walk the talk); El mapache (tanuki) y el ombligo del universo; y El camino de la naturaleza.
En cuanto a los haikus, estos aparecen al inicio de cada capítulo, insertos como luminarias a lo largo del libro. Es como si el haiku brindara su luz calma y templada a la memoria, transportándonos a las contemplaciones del autor. También me doy cuenta de que el haiku y la fotografía estonopeíca son para Edo ambas técnicas y prácticas que profundizan su relación con el ambiente. En ese sentido, ambas se relacionan con la idea de las meditaciones y caminatas naturales (Nature walks), ejercicios de contemplación y sanación que Edo proponía a grupos de personas. Para Edo la lente del ojo y del corazón aprenden a enfocar también, y el autor ha orientado esa capacidad a enfocar la bondad cotidiana que mana en el jardín, la huerta, los animales, y la comunidad del vecindario. El resultado de este ejercicio es que su mirada se ha afinado más allá de donde podría haberlo hecho con el estudio técnico. Entonces aparece ese fenómeno por el cual la naturaleza-cultura filtra sus mensajes a una fotografía y poesía que toca los corazones japoneses y de otras regiones. Edo nos dice que ese ejercicio también puede convertirse en un puente entre regiones del mundo.
Voy a terminar con una lección personal que hallé en este libro: Estar despiertos no significa ser perfectos, ni buscarlo, sino trabajar con el presente, enfocando con conciencia nuestras propias experiencias para que podamos eventualmente convertirlas en nuestras propias enseñanzas de bienestar y ofrecerlas de la mejor manera que podamos. De esta manera la memoria no es un archivo egocéntrico de cosas, sino un río que corre a través nuestro con agua para saciar la sed y bañarnos en su paz. Cuando ello pasa, la memoria se convierte en nuestro propio don, en un árbol que ha fructificado gracias a la tierra y la vida, las enseñanzas de nuestro corazón y del corazón de los ancestros, poetas y maestros. La generosa tierra acepta nuestros caminos y da alimento y cobijo a todas las especies sin distinción de patas, lenguas, o ideas, y así también es la tierra japonesa. Con los pies en la tierra podemos darnos cuenta de que la pregunta por cómo vivir tiene también un sentido de cómo agradecer. Esos son para mí los susurros de la tierra japonesa estos días en Tsukuba, y mi manera de leer los haikus y asomarme a las fotografías de Edo-san.
SELECCIÓN DE HAIKUS
天水に頭地に垂るあじさいの花
Tensui ni, kōbe chi ni taru, ajisai no hana
Plenas de lluvia
inclinan su cabeza a la tierra.
Flores de hortensia.
夕べの陽木の葉にきらり星となる
Yūbe no hi, konoha ni kirari, hoshi to naru
Sol de crepúsculo.
Centelleando en el follaje
te tornas estrellas.
直立す混乱の町に韮の花
Chokuritsu su, konran no machi ni, nira no hana
Manteniéndose rectas
entre la confusión citadina.
Las flores del cebollino.
曇り日や柿輝いて胸にあり
Kumoribi ya, kaki kagayaite, mune ni ari
Oh, día nublado…
Un kaki resplandeciendo
habita en el corazón.
北の風ぼくの肩触れ夢起こす
Kita no kaze, boku no kata fure, yume okosu
Viento del norte
tocas mi hombro
despiertas sueños.
庭に射す我にも深く秋朝日
Niwa ni sasu, ware ni mo fukaku, aki asahi
Relumbrando en el jardín
en mí te adentras
alborada de otoño.
花カボチャ星に輝く人のごと
Hana kabocha, hoshi ni kagayaku, hito no goto
Flores de calabaza
cual estrellas,
brillantes humanos.
Botas y jika tabi “zapatos de tierra”. Zapatos tradicionales flexibles y resistentes, a la vez que suaves para pisar la tierra. Foto: Edward Levinson
Bibliografía
Levinson, Edward. Whisper of the Land. Visions of Japan. Nueva Zelanda: Fine Line Press, 2014. 168 pp. [Susurros de la tierra. Visiones de Japón].
Balloon on Fire 『燃える風船』Haiku and Photos. Cyberwit.net. 2019. 59 pp. [Globo en llamas].
Páginas de Edward Levinson.
Edo Photos, http://www.edophoto.com/index.html
Whisper of the Land, http://www.whisperoftheland.com/
“El arte para los japoneses como para cualquier otro pueblo es
la expresión más noble y elevada de la cultura nacional”
Kakuzo Okakura
“Fernando Ortiz utilizaba la analogía de la reproducción
biológica para explicar el proceso constitutivo de la transculturación y su
gestación de una expresión cultural nueva a partir de otras precedentes y/o coetáneas”
Fernando Ortiz
“Todo merece un haiku, pero hay asombros más imperceptibles
que otros. Se trata de que nuestra atención sea plena y eliminemos los
obstáculos entre nuestra percepción y eso que hay ahí fuera y se llama “mundo”.
Vicente Haya
A la vista de lo expuesto, se puede concluir que desde el proceso de transculturización, se logra construir a través del haiku y de su estrofa una identidad que refleja los valores autóctonos, articulados con los orientales; pero sin dejar de visualizar la necesidad de conciliar de forma recíproca el bagaje de ambas culturas para alcanzar nuestra propia voz como haijines. Todo ello, desde un espacio de encuentro en el cual se ensamblan los rasgos propios de otras sociedades con la oriental.
Y desde esta dualidad se logra resignificar y resituar de forma complementaria el haiku, que sin perder su propia esencia y salvando dicha dicotomía, adquiere una significación universal, transcendiendo más allá de la cultura propia, para lograr recrear la realidad desde el entorno propio del haijin y reverberar intensamente en el silencio del cosmos.
El haijin genera su obra desde la creatividad que le otorga la identificación con su entorno; pero a su vez, involucra el lenguaje para crear un registro lingüístico que traslape la cultura local con cualquier otra foránea. Él mismo, como elemento transculturizador, se afana con la intención exclusiva de alcanzar la universalización de las imágenes que aparecen en sus haikus, inherentes a cualquier ser humano al margen de la cultura o la idiosincrasia a la que pertenezca.
Para finalizar, se puede afirmar con respeto a esta estrofa, que se llega a una delineación cultural en la cual se integran parámetros de las diferentes culturas en las que se escribe el haiku para aunar en él su esencia contemplativa al mostrarnos el mundo; transcendiendo, de este modo, las fronteras territoriales con facilidad.
El haijin pone en su obra un énfasis especial para lograr una unidad de percepción sensorial, a través de la cual todo se unifica desde la esencia en la que el sujeto y el objeto se funden a través de las imágenes presentadas que transmiten sensaciones propias y únicas, balanceadas desde la cosmovisión de las mismas, todo ello desde una gran desnudez formal que emana al margen del intelecto y obviando la capacidad analizadora del mismo.
En consecuencia, el haiku supera el valor circunstancial del momento y del lugar en el que es escrito y adquiere un significado propio y perdurable en el tiempo para constituirse en muestra elocuente de transculturación discursiva, estética y genérica, que hace posible aprehender, comunicar y reinventar esta estrofa para que acabe alineada entre las aportaciones propias y las originales, invocando un diálogo inclusivo.
El resultado de lo hasta ahora expuesto será una articulación sincrética que genera un mestizaje cultural de profundo alcance y que refleja las cualidades esenciales de la estética oriental y occidental.
Al oscurecer en el monte,
arrebata el granate
de las hojas de arce.
Buson
Arce sin hojas…
el viento se ha llevado
el color del otoño
Mercedes Pérez. Kotori (Madrid)
páramo seco:
un peine de mujer
entre las hierbas
Ihara Saikaku
lluvia de mayo.
entre los ababoles
botas de mujer
Ángel Cebrián Martínez (Albacete)
niebla y llovizna:
aunque no se ve el Fuji,
¡un día hermoso!
Bashô
Día brumoso,
el Montgó velado
entre las nubes.
Cecilia C. Lombardía Martínez (Valencia)
BIBLIOGRAFÍA:
Es de tal calibre el desarrollo y la potencia que ha alcanzado la racionalidad, en el curso de la evolución humana, que la cuestión del sentido ha terminado planteándose como una cuestión entre otras, como una pregunta necesitada de respuesta, un problema en vías de solución; es decir, inmerso por completo en la lógica de la lucha por el conocimiento, que es la lucha por la supervivencia. Y hemos de reconocer que la envergadura de tal pregunta ha contribuido a que la racionalidad se ejercite de manera extraordinaria, desarrollando la poderosa musculatura que podemos apreciar sin esfuerzo en la historia del pensamiento. Las diversas tradiciones religiosas, filosóficas, metafísicas, espirituales y científicas se encuentran entre las principales vías de respuesta, como ya he apuntado en entregas anteriores. Las respuestas se han ido sucediendo a lo largo del tiempo, siempre revisables, corregibles y mejorables, formando un abanico de posibilidades disponibles para que cada cual se quede con la que le parezca mejor dependiendo de su carácter, su sensibilidad y, sobre todo, su propia tradición cultural.
Debemos reconocer, por supuesto, que la racionalidad no ha hecho sino lo que podía hacer, lo que tenía que hacer. Por eso, cuando planteo la posibilidad de encarar la pregunta como pregunta no estoy cuestionando la manera de actuar de la racionalidad, ni poniendo en duda la eficacia del largo camino en pos de las estrategias de supervivencia que, como digo, viene llevando a cabo a través de la historia. Lo que sí estoy cuestionando es que la racionalidad pueda abordar la pregunta por el sentido sin meternos en un callejón sin salida. Y en estas colaboraciones lo que intento es reivindicar otro tipo de experiencia que también se ha dado y se está dando y que, sin embargo, en muchos casos se mantiene oculta incluso para aquellos que la están experimentando, precisamente porque tal experiencia ha sido “interpretada”, en el sentido rilkeano, desde la racionalidad. Me refiero a la experiencia poética.
Decía en la anterior entrega que entiendo por experiencia poética aquella que intenta asumir el sentido de la pregunta como pregunta, asumir que el sentido se encuentra en la pregunta misma, y que por tanto cualquier tipo de respuesta abortaría esa posibilidad, en rigor, abortaría la posibilidad del sentido a cambio de conquistar la verdad, la respuesta. Verdad y sentido, por tanto, se encuentran en niveles de experiencia completamente antagónicos. Para la racionalidad, el sentido vendría como culminación de haber alcanzado la verdad verdadera, la última verdad, triunfo creativo de la propia racionalidad: espejo fiel de sí misma, auto engendración, reconocimiento culminante de la facticidad de lo fáctico, de la ley que gobierna lo que es como es. Para la experiencia poética, por el contrario, el sentido no es alcanzable, permanece la pregunta como lugar de la pregunta, el sentido no es salir de la pregunta hacia un lugar seguro, el sentido es permanecer en lo que la racionalidad consideraría puro sin-sentido: primero (piensa la razón) porque poder responder y no responder no tiene sentido, y, segundo, porque dentro de lo fáctico no tiene sentido plantearse la cuestión del sentido.
Y también decía en mi anterior entrega que, aunque no sea ciertamente el concepto adecuado (puesto que ya ha sido interpretado por la racionalidad y hay toda una ciencia interdisciplinar en curso dedicada a su estudio), la “conciencia” es para mí la capacidad de preguntar qué es la pregunta. Dicho de otra forma, llamo conciencia a la capacidad de desarrollar una experiencia poética. Mientras la racionalidad quedaría siempre vinculada a la indagación en la respuesta (religión, filosofía, metafísica, espiritualidad, ciencia…), la conciencia quedaría siempre vinculada a la indagación en la pregunta (experiencia poética). Según este punto de vista, por tanto, desde la experiencia poética la conciencia no es una determinada modalidad que haya alcanzado una mente compleja, sino un estadio de lo existente que está sucediendo en el seno de la Totalidad (aunque tal estadio no se encuentre al margen de los estadios que lo preceden sino, muy al contrario, como vértice en el que todos los estadios anteriores quedan abocados a la pregunta que en sí misma significa la existencia desde su origen).
A mi juicio, la aparición de la pregunta como pregunta da un vuelco radical a nuestra percepción del hombre, del cosmos y de la existencia. Es posible que la intuición de ese vuelco radical haya sido percibida por el hombre con extraordinaria inquietud, una inquietud que se ha esforzado en aquietar con todos los medios a su alcance. En la historia del homo sapiens, la aparición de la conciencia podría rastrearse siguiendo las huellas de esa inquietud y ese asombro, aunque esto es lo verdaderamente complejo porque precisamente esas huellas han quedado sepultadas bajo las capas de las sucesivas mitologías, creencias, teorías y respuestas. Hoy podríamos decir que la envergadura de la pregunta ya solo es apreciable por la enorme batería de respuestas que se han levantado para ocultarla.
Pero volvamos a la existencia. Decía muy lúcidamente Mosterín (1987) que no tiene sentido (no sirve para nada) plantear la pregunta por el sentido del mundo o por el sentido de la vida. Que se trata de preguntas mal planteadas, puesto que como realidades fácticas que son ni el mundo ni la vida tienen sentido. Tenemos que reconocer que desde el punto de vista de la razón el filósofo español estaba en lo cierto, es más tenía toda la ‘razón’. Pero tal vez no debiéramos conformarnos con pensar en que se trata sencillamente de un mal planteamiento. El mero hecho de que el hombre tenga la posibilidad de hacerse esta pregunta debiera llamarnos la atención, porque es tal la orgullosa hegemonía de la razón que parece bastarle encerrar esa pregunta en el cajón del sin-sentido para seguir ocupándose de aquellas otras que sí que lo tienen en aras de la supervivencia humana[i]. Podemos pensar un poco sobre esto. En efecto, la pregunta por el sentido no tiene ningún sentido en el ámbito de lo fáctico. Y es entonces coherente que la razón que se desenvuelve dentro de lo fáctico desestime ocuparse de ella. Pero la pregunta también está ahí. Y dice Mosterín que la vida no tiene sentido, pero que nosotros podemos darle el que queramos. Es decir, que sí que hay una posibilidad de respuesta a la pregunta por el sentido, si bien quedaría encerrada en nuestra voluntad, nuestros intereses o nuestras creencias. Porque el sentido quedaría vinculado exclusivamente a nosotros. Y la pregunta por el sentido a merced de los intereses de nuestra propia subjetividad. Entonces, nosotros somos los que otorgamos un sentido particular (cada uno el suyo) a la vida que, como tal, carece de él. Lo que parece claro en este planteamiento son dos cosas: la primera es que la pregunta por el sentido está ahí, ha surgido en el hombre de una manera totalmente innecesaria e imprevista (innecesaria, porque no aporta nada a la supervivencia de la especie, porque no sirve para nada; imprevista, porque en el orden de lo fáctico carece efectivamente de sentido que se plantee, es decir, no estaba prevista su aparición porque lo fáctico no precisa de ella para continuar su propio desarrollo). Y la segunda es que si ha surgido a pesar de su inutilidad es que, cuanto menos, está indicando una extrañeza radical en el ámbito de lo fáctico.
Detengámonos un momento en el propio concepto de “existencia”, que refiere una acción y su resultado: del latín existere, la palabra está formada por el prefijo de exclusión “ex” y por “sistere”, que puede traducirse por parada, quietud, inmovilidad, es decir que indica una posición fija. Por tanto “existencia” nos está remitiendo a una experiencia de salida. Literalmente, existencia significa estar fuera de aquello que se considera fijo, fáctico. Sin embargo, como es lógico, la racionalidad fáctica no puede asumir una contradicción de tal calibre: por definición, no puede haber nada fuera de lo fáctico. Y para superar la contradicción, la racionalidad nos dice que esta experiencia de salida es solo aparente, puesto que en realidad se trata de una experiencia de llegada: de llegada al “ser”, de llegada a la realidad palpable del ente desde la supuesta “esencia” que lo empuja o engendra. Avicena, interpretando a Aristóteles, estableció esta especie de doble carácter del ser (esencia y existencia), que solo servía para poner a salvo la “esencia”, que se convertía en el ser necesario que explicaba desde su absoluta facticidad incausada el extraordinario espectáculo de los seres existentes. Solo el ser necesario (que santo Tomás convertiría en el motor inmóvil) podía realizar la proeza de que lo posible pudiese existir en realidad. Por lo tanto, la existencia terminó por ser concebida como una posibilidad latente en la esencia, algo así como un despliegue fenomenológico de la esencia fáctica, más aún, como un ‘poder’ discrecional de la Esencia.
La experiencia poética, por supuesto, tiene otra interpretación muy distinta de la “existencia”. El propio concepto, a mi entender, encierra una intuición de extrañeza, una especie de pregunta que ha sido precisamente abortada gracias a la respuesta de la “esencia”. En el mecanismo lógico de la racionalidad fáctica el concepto de ‘esencia’ actúa como respuesta a la pregunta ‘existencia’, a la sospecha de que somos existentes (de que somos/estamos fuera y andamos/salimos en tránsito). Y todo queda explicado desde la pura facticidad esencial que se despliega existencialmente, fenomenológicamente. Esa ‘esencia’ intocable y absoluta (pura necesidad de la razón) ha sido la base filosófica de toda la argumentación posterior de la trascendencia, y el dato que justifica y llega a legitimar la aspiración de lo existente por esa especie de regreso anhelante al origen donde pueda, al fin, reencontrarse con el útero fáctico de donde no se sabe bien por qué un día tuvo que salir. Salir para volver, esa es la máxima circular e incontestable que marca los caminos inefables de la metafísica y la espiritualidad, cimentados en la lógica racional del pensamiento filosófico y religioso. Pero para la experiencia poética, la salida es salida. No se puede volver, porque la pregunta no es una etapa en el camino hacia la verdad sino un quedarse sin camino, un estar verdaderamente ex-sistere, fuera de la quietud. Volver sería abortar el sentido de la salida. Y la salida no tiene regreso, pero tampoco tiene meta, porque la meta sería aquello que prefigura el sentido de la salida, aquello que está previsto que ocurra desde el mismo origen de la salida, aquello que le concede un sentido aún antes de haber salido. No hemos salido para dar un paseo y volver a casa. No hemos salido para culminar un trayecto. Hemos salido, sin más; y tomar ‘conciencia’ es estar ya fuera, saberse existente.
Poéticamente hablando tendríamos que pensar que la existencia toda (desde la explosión inicial en la que hoy apuesta la física hasta el más sutil razonamiento que haya alcanzado el ser más inteligente del cosmos, sea o no el hombre) es una pregunta que está teniendo lugar en el seno de la Totalidad. Y el estadio de la conciencia es el estadio en el que precisamente la existencia se asume a sí misma como pregunta. Este estadio de la pregunta no tenía que haberse producido si la existencia fuese un despliegue fáctico de la Totalidad. La verdad es que lo que no tenía que haberse producido es la existencia misma. La racionalidad responde a esto afirmando que la Totalidad ha generado un espejo donde mirarse, donde reconocerse. Un despliegue de autoconocimiento. A partir de ahí, llamamos metafísica a la elaboración de un pensamiento que nos vincula al Todo, que nos hace comprender que no hemos salido, y esto propicia, en algunas tradiciones, el anhelo espiritual de superar la apariencia de que estamos fuera, de que somos ex-sistencia, y, en otras, el camino religioso que nos permita sanar la herida de haber caído fuera y poner los medios ascéticos para retornar. Lo que llamamos proceso civilizatorio no es otra cosa que lo que van generando nuestras respuestas. Y la historia es la forma en que el hombre va gestionando las consecuencias de las respuestas que se ha dado.
Por eso digo que la racionalidad desactiva por completo el ‘sentido’ de la existencia porque no puede hacerse cargo de una pregunta sin respuesta, de una salida real sin retorno y sin meta, de un desfondamiento radical en el seno de la Totalidad que podemos pensar que efectivamente está ocurriendo porque ha surgido la pregunta que no tiene respuesta: la pregunta como pregunta. Por eso la conciencia (de la pregunta) no es una cualidad del hombre, no es algo que pueda gestionar el hombre, no es algo que pueda resolver el hombre, es algo que concierne a la experiencia misma de existencia que está teniendo lugar en la Totalidad. Desde la experiencia poética, por tanto, la pregunta de por qué está teniendo lugar la existencia no ha sido planteada para ser respondida, no es una pregunta susceptible de respuesta, como cuando Leibniz (¿por qué hay algo y no más bien nada?) la formuló en el siglo XVII. Porque pregunta y existencia son la misma cosa, la misma experiencia: la pregunta por la pregunta. La pregunta de la experiencia poética no es por qué hay algo, sino por qué me estoy haciendo esa pregunta, por qué eso que hay es una pregunta. De modo que la experiencia poética sería aquella que asume la existencia tal como se está produciendo ahora, la que puede dar cuenta de la existencia como tal, como salida, como pregunta. Por eso la cuestión no es la vida del hombre, ni de la realidad de la materia, ni del vuelo del pájaro, ni del sonido del agua cuando una rana se zambulle en el estanque, sino la dimensión de existencia que constituye a esas experiencias, la manera en que esas realidades fenomenológicas son existencia, están ocurriendo verdaderamente fuera, han alcanzado (conciencia) el estadio de la pregunta.
En la próxima entrega intentaré, en la medida de mis posibilidades, delimitar el lenguaje como condición de posibilidad de la propia racionalidad, al que se enfrenta la palabra (poética) que da cuenta de la salida, y que a mi modo de ver constituye el sentido del haiku.
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[i] Es muy habitual que el pensamiento científico niegue la pregunta en su afán de negar las respuestas que han propuesto la mitología, la metafísica o la religión. Aunque es justo reconocer que para el pensamiento científico, por definición, no puede haber preguntas sin respuesta, por más que la respuesta definitiva (la verdad) se encuentre al final de un camino infinito. De todas formas, el pensamiento científico tiene muchas dificultades para reconocer que los procesos de la mitología, la metafísica o la religión son puramente racionales, aunque no resistan el método de verificación que exige la ciencia.
El cuadro de mi abuela
se menea con el viento
el día de primavera
Nombre del niño/a: Melissa Guerra Chinea
Edad: 10 años
Colegio: Ramón Pando Ferrer
Ciudad: Santa Clara
País: Cuba
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En la ventana
la cola desprendida
del lagartijo.
Nombre del niño/a: Elier Bazán Infante
Edad: 10 años
Colegio: Mártires del Moncada
Ciudad: Santa Clara
País: Cuba
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Libro de Lectura.
Una hormiga se metió
dentro de la U.
Nombre del niño/a: Jason Espino Gutiérrez
Edad: 7 años
Colegio: Mártires del Moncada
Ciudad: Santa Clara
País: Cuba
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– “¡Esto ya lo hago hasta con los ojos cerrados…!”
– “¡Esto me lo sé de memoria…!”
– “¡Estaba pensando en mis cosas…!”
Con ojos cerrados, con la memoria y con mis cosas…, así es cómo vivimos en este eterno mundo cambiante del que apenas podemos dar cuenta. Recluidos en un lugar donde nunca podrá entrar la luz nueva de cada día; donde recordaremos haber escuchado siempre el mismo trinar; donde no habrá mar ni montaña que no sea insignificante ante cualquiera de nuestras cosas…
“La costumbre es nuestra segunda naturaleza”, nos reveló Cicerón y, de sociedad en sociedad, de padres a hijos, es el soporte vital que se ha de transmitir como el más preciado tesoro. La costumbre del lenguaje, la costumbre del trabajo, la de los horarios, la de nuestra ética, la de nuestros hábitos, la de nuestros duelos… Viviendo siempre en esta segunda naturaleza.
Estas sombras de las sombras de otras sombras ancestrales que perpetuamos y defendemos como nuestras verdaderas elecciones vitales se proyectan sobre todo lo que nos rodea, dejando en penumbra justamente “esto”: lo que existe verdaderamente aquí y ahora mismo.
Desde la sombra, contemplaremos la montaña, que nunca recorreremos. Desde la sombra, escucharemos el canto de un pájaro, que jamás buscaremos. Desde la sombra, veremos las flores abrirse y cerrarse cada día, sin oler sus fragancias ni convivir con los ciclos de la naturaleza . Desde la sombra, acariciaremos la mano de la persona que amamos…
Enfermos de sombra, enfermos de costumbres, enfermos de pensamientos que siempre portamos con nosotros, ¿no ha sido ya demasiada pesada la carga durante todo este tiempo?
¿Y si pudiésemos soltarla aquí y ahora? ¿Y si pudiéramos abandonar nuestra “segunda naturaleza”, aquella en la que nos ubicaron y nos enseñaron a identificar como propia?
Desde la primera naturaleza, donde el sol brilla por primera vez, donde la ola rompe por primera vez y donde el jazmín nace por primera vez, otras voces nos están llamando…
Los hombres blancos piensan tanto, porque para ellos el pensar se ha convertido en un hábito, una necesidad y una carencia. Tienen que continuar pensando. Sólo después de muchas dificultades logran realmente no pensar y, en vez de esto, viven de una vez con su cuerpo entero. A menudo viven únicamente con sus cabezas, mientras el resto de sus cuerpos está profundamente dormido, aunque caminen, hablen, coman y rían mientras tanto. Crear pensamientos (el fruto del pensar) le mantiene esclavizado, intoxicado por sus propias reflexiones. Cuando el sol está brillando, él piensa todo el tiempo cuán bellamente brilla.
Pero cuando el sol brilla, es mejor no pensar absolutamente nada. Un hombre sabio extendería sus miembros a la cálida luz y no produciría ni un pensamiento mientras tanto. Él no absorbería únicamente el sol en su cabeza, sino también con sus manos y pies, su estómago, sus tobillos y todos sus miembros. Dejaría que su piel y sus miembros pensaran por él, pues esas partes piensan también, aunque no del mismo modo que piensa la cabeza
[…] La mayor parte del tiempo es un hombre cuyos sentidos viven en discordia con su espíritu, un hombre dividido en dos mitades1.
Vivir siempre por primera vez, con todo nuestro ser, fuera de las sombras, fuera de nuestro aprendizaje, entre los susurros, los trinos, las voces y las lunas de nuestra primera naturaleza: naciendo a cada instante, sin llevarnos nada de uno a otro, porque, sencillamente, nada tenemos que nos pertenezca. Este es el camino.
Mediante la práctica, mantenemos sencillamente nuestra naturaleza original tal cual es. No es necesario intelectualizar acerca de lo que es nuestra naturaleza pura original, porque está más allá de nuestra comprensión intelectual. Y no hay ninguna necesidad de apreciarla, porque rebasa los límites de nuestra apreciación.
[…]
El mejor camino para llegar a una perfecta serenidad es olvidarlo todo. Entonces la mente está en paz y tiene amplitud y claridad suficientes como para ver y sentir las cosas tal como son sin ningún esfuerzo. La mejor manera de lograr la serenidad perfecta consiste en no retener ninguna idea de las cosas, sean cuales fueren; olvidar todo lo referente a ellas y no dejar rastro alguno o sombra de pensamiento2.
Para alcanzar nuestra naturaleza original, debemos caminar con mente de principiante: ¡soltémoslo todo, pues nada fue nunca nuestro! ¡Ni nuestro cuerpo, ni nuestras ideas, ni nuestras vidas…! Dejemos que el cuerpo viva por completo a través de cada olor, de cada imagen, de cada sonido, de cada roce y de cada sabor, siempre por primera vez.
Para la paz y el beneficio de todos mis amigos de El Rincón del Haiku.
Viento.
1 Tuiavii, “La enfermedad del pensamiento profundo”, en Los Papalagi .
2 Suzuki, S., Mente zen. Mente de principiante .