hirado

弔旗へんぽんとしてうらゝか

chôki henpon to shite ura ka

 

luminosa

se agita la bandera

a media asta

 – ¡Fueron tan famosos durante la guerra, el gobierno japonés hizo una canción para mostrar lo valientes que eran! Eran tiempos de guerra…

Hotta-san se recoge el vestido y se acerca a la foto desvaída por el tiempo. Yo también, casi de rodillas sobre el tatami. Parecen niños. Niños vestidos de uniforme junto a lo que parece un gran árbol. Tres hijos de esta tierra.

Sería la guerra sino-japonesa pienso para mis adentros. Por los años en que vivió Santôka… calculo un poco así al albur.

Sobre la mesita de madera, al lado de la fotografía de los niños, de los soldados, hay dos poemas de Santôka. Uno caligrafiado sobre un papel, otro sobre un plato de cerámica bellamente decorado en tonos azules. Un alguien que camina, que se aleja, que descansa. Los kanjis y kanas son estilizados y apenas reconozco nada salvo el nombre de Santôka.

– Recuerdo a mi madre cantar esa canción, ella era una niña de la escuela en ese momento.

Hotta-san guarda silencio y entorna ligeramente los ojos. Parece que descansa, o se aleja hacia algún lugar lejano, pequeño, teñido de azul.

Sakino, Nagayama. Una hermosa casa de antiguos comerciantes de la época Meiji. No acabo de entender por qué esa foto y esos poemas de Santôka están aquí. Hotta-san, antigua maestra de cha-dô, me guía por la casa con pasos cortos y ligeros. La madera antigua apenas cruje al subir escaleras y descorrer y volver a correr los shôji que separan unas estancias de otras. – Por aquí se escapaban los contrabandistas- me dice con una sonrisa de niña traviesa mientras señala una trampilla entre lo que parecen dos armarios. – Y aquí se escondían los ninjas- ríe. Me meto en esa especie de recoveco umbrío al cobijo de una escalera. Ninjas y gaijines debe ser un binomio tan hilarante y natural para un japonés como las ranas gordas y la lluvia.

En la luz del sol tamizada por las celosías de madera el polvo, de siglos iba a decir, no, el polvo sin más, brilla ahora sí, ahora no, en la soledad de esa casa vacía, cerrada la mayor parte del tiempo. Al salir fuera, en el coche junto a Hotta-san para retomar la ruta por Hirado, es en lo único que pienso. Qué cosas.

Hirado es una isla en el extremo noroccidental de Kyushu. Un puente rojo que recuerda también en su forma al famoso Golden Gate de la bahía de San Francisco lo une a Kyushu, otra isla al fin y al cabo.

Ascendemos por una colina con lo que parecen amplios escalones excavados en la ladera cubierta de hierba amarilla. Desde allí se puede ver casi todo Hirado y parte de las prefecturas de Nagasaki y Saga. Bajo un cielo encapotado los penachos de las altas susuki ondean al viento con una luminosidad vacilante.

Hotta-san vive en Tenkeiji, el templo del que su marido se encarga desde hace muchos años. Mientras tomamos un té verde servido primorosamente por ella, claro, admiro el pequeño jardín interior que parece rodearnos y penetrar las estancias cubiertas de tatami. Ella cuenta que es probable que el funeral de uno de esos tres soldados de la foto se celebrara en este mismo templo. Quizá Santôka asistiera a aquel funeral y escribiera el haiku caligrafiado sobre el papel que vimos esta mañana en Nagayama, me dice.

Afuera, en el jardín de entrada, sobre una enorme piedra está tallado un haiku. Esta vez no solo reconozco el nombre de Santôka, también el hiragana “pottori”. Solo puede ser un haiku:

笠へぽつとり椿だつた

kasa e pottori tsubaki data

 

¡pot! me cae una camelia en el sombrero

 

Siempre me ha encantado este haiku. Y esa onomatopeya. Pottori. De hecho la uso bastante a menudo sin darme cuenta. Pottori. Como caen las camelias y los días tristes, o los niños que van a la guerra. Por completo y de una sola vez.

Mientras vuelvo a casa en el autobús, justo tras cruzar el puente rojo de Hirado, puedo ver perfectamente el castillo dominando desde lo alto la ciudad, recortado en el cielo claro de la tarde. El azul se ha abierto paso entre las nubes que se han hecho jirones en el transcurso del día.

Pienso en Santôka con su sombrero entre las manos, serio, mirando una bandera a media asta y pensando vete tú a saber qué.

A veces pienso que pienso pero no.

春寒い島から島へ渡される

haru samui shima kara shima e watasareru

 

pasando de isla en isla

con el frescor

de la primavera

 

Pienso en el otro poema escrito por Santôka que vi esta mañana. El que estaba pintado en azul sobre un plato de cerámica.

Pienso en un alguien sobre una colina, o recogido en un recoveco, en el silencio antiguo de una vacía casa de madera. En pequeñas siluetas junto a un gran árbol, que sin saberlo se convierten ya en azul. En la maestra de cha-dô que mira el mar sin decir nada mientras los penachos de las susuki brillan ahora sí, ahora no, en el viento de la mañana, ajenos a todo.

En islas unidas por puentes rojos…

Quizá mi alma, como Japón, es una isla y por eso aquí camina sin más, un algo que se aleja, que descansa.

Pienso…