Poetas en el camino: Bashô

                   En el otoño de 1694 moría en Osaka, en casa de una florista, el poeta más grande de Japón: Matsuo Bashô, aquel que, ante el primer chubasco, sentía la imperiosa llamada del camino y sólo quería ser llamado “viajero”.  Al iniciar su diario Oku no hosomichi, el sendero estrecho del fin del mundo, traducido por Octavio Paz y Eikichi Hayashiya como Sendas de Oku, Bashô nos transmite bellamente su impaciencia: “Los meses y los días son viajeros de la eternidad. El año que se va y el que viene también son viajeros. Para aquellos que dejan flotar sus vidas a bordo de los barcos o envejecen conduciendo caballos, todos los días son viaje y su casa misma es viaje. Entre los antiguos, muchos murieron en plena ruta. A mí mismo, desde hace mucho, como girón de nube arrastrado por el viento, me turbaban pensamientos de vagabundeo. Después de haber recorrido la costa durante el otoño pasado, volví a mi choza a orillas del río y barrí sus telarañas. Allí me sorprendió el término del año; entonces me nacieron las ganas de cruzar el paso Shirakawa y llegar a Oku cuando la niebla cubre cielo y campos. Todo lo que veía me invitaba al viaje; tan poseído estaba por los dioses que no podía dominar mis pensamientos; los espíritus del camino me hacían señas y no podía fijar mi mente ni ocuparme en nada. Remendé mis pantalones rotos, cambié las cintas a mi sombrero de paja y unté moka quemada en mis piernas, para fortalecerlas. La idea de la luna en la isla de Matsushima llenaba todas mis horas. Cedí mi cabaña y me fui a la casa de Sampu, para esperar ahí el día de la salida…”

             Será el último gran viaje del poeta, realizado entre 1689 y 1690, acompañado inicialmente por su discípulo y amigo Sora. En el relato hay melancolía, sentimiento de fugacidad: “La imagen de los ramos de los cerezos en flor de Ueno y Yanaka me entristeció y me pregunté si alguna vez volvería a verlos”; “Cuando llegamos a la bahía de Shiogama, tañían las campanas del crepúsculo repitiéndonos que nada permanece”. Hay también cierto consuelo al ver aún erguido un “templo de luz” desgastado por el viento, la escarcha y la niebla. Y anécdotas tiernamente humanas, como su encuentro con el pintor Kaemon, improvisado y gentil guía por los lugares famosos que mencionan los antiguos poetas: “Después de orar en el templo de Yakusi-yi y en el santuario de Tenjin, contemplamos la puesta de sol. El pintor me regaló pinturas de paisajes de Matsushima y también, como despedida, dos pares de sandalias de cordones azules. Su gusto era perfecto y en esto se reveló tal cual era”. Hay, sobre todo, asombro. Deslumbrado por la belleza del paso de Shirakawa, Bashô confiesa: “Imposible pasar por ahí sin que fuese tocada mi alma…”

          Las notas de un viaje anterior a Sarashima revelan el mismo impulso: “ver la luna sobre el monte Obasuté, he aquí lo que con insistencia me sugiere el viento de otoño, cuyo soplo agita mi corazón, y compartiendo el gusto por el viento y por las nubes, va conmigo aquel que tiene por nombre Etsujin”. La dureza de unos parajes tan indómitos aviva la conciencia de su viaje interior: “El sentimiento de Buda —me digo— cuando se digna dirigir sus ojos sobre el mundo miserable de los vivientes, debe ser parecido al que yo siento, y la idea de impermanencia y de inminencia se impone en mí en un repentino retorno sobre mí mismo: esto es tanto como decir que en el paso aullante de Awa no hay ni olas ni vientos…”

        El camino es poesía. La poesía es camino. Cada paisaje, cada vivencia, cada movimiento queda reflejado en el poema que, al acabar la jornada, surge a la luz de la lámpara, pero sabe que “el haikai no está en la letra, sino en el corazón”. Bashô -nos recuerda Marguerite Yourcenar- “es quien, tal vez más que cualquier otro hombre, vive en la eternidad del instante”. Una noche, falto de inspiración, se consuela escuchando a un monje que le describe los lugares de peregrinación que visitó en su juventud, y se anima: “El claro de luna que me había distraído se desliza entre los árboles y por las grietas del muro, aquí y allí se elevan ruidos de palmadas y gritos para espantar a los gamos. En verdad, toda la melancolía del otoño se despliega en estos lugares. ‘¡Y bien, en honor de la luna, bebamos saké!’, dije, y nos trajeron las copas…” Como escribía Octavio Paz, vida y poesía son “dos realidades unidas, inseparables y que, no obstante, jamás se funden enteramente: el grito del pájaro y la luz del relámpago”. No está claro, pero se dice que Bashô se despidió del mundo con este último poema de adiós:

enfermo en el camino,
vagabundean mis sueños
por el páramo seco

***